Fragmento de lo Infinito

Capítulo 80: El Legado del Nombre Sagrado

Después del emotivo anuncio que selló oficialmente su ingreso al Instituto, muchos estudiantes corrieron a dar la noticia a sus familias. Las voces emocionadas se esparcían como luciérnagas por los jardines encantados, llenando el aire de risas, abrazos y promesas de un futuro brillante.

Pero no todos celebraban de la misma forma.

Biel se separó del grupo en silencio. Sus amigos lo vieron marcharse sin decir palabra, y aunque Acalia frunció el ceño como queriendo ir tras él, Sarah la detuvo con un gesto suave.

—Déjalo. Necesita ese momento… —dijo, con una intuición que venía de algo más profundo que la razón.

Mientras los demás se iban con sus familias, Biel se dirigió hacia las afueras de la ciudad. No por nostalgia, sino por necesidad. Su mirada se alzaba con calma, como si cada edificio y cada piedra del camino le hablara directamente al alma.

Y es que, en cierto modo… lo hacían.

Sus pasos lo guiaron por calles que no había recorrido antes, adoquinadas con símbolos arcanos que brillaban levemente al contacto con su maná. La brisa de la tarde acariciaba su cabello, y el cielo artificial de Renacelia comenzaba a teñirse de naranjas y dorados suaves, como si la ciudad misma supiera que estaba por presenciar algo íntimo.

A medida que avanzaba, sus ojos no podían dejar de observarlo todo con una mezcla de asombro y respeto. Era como ver dos mundos fundidos en uno solo: la majestuosidad de un reino medieval y el ingenio de una civilización tecnológica. Torres flotantes cubiertas de hiedra mágica, puentes de cristal que vibraban con la energía de maná, estatuas que narraban historias cuando uno se acercaba… y entre todo eso, la calidez de una ciudad viva.

—Esto es… una locura hermosa —murmuró para sí, alzando la vista hacia una torre que parecía respirar.

Cada rincón tenía detalles que hablaban de una intención amorosa. Esta no era una ciudad común. No había sido construida por nobles para gobernar, ni por magos para encerrarse. Esta ciudad tenía alma. Y él la sentía… porque la conocía.

Él era la razón de que existiera.

Porque dos mil años atrás, cuando ya era alguien temido y respetado en todo el continente, cuando su poder había eclipsado incluso a los dioses… ellos llegaron.

Sus antiguos compañeros de colegio.

No lo hicieron buscando poder. No llegaron para pelear. Cruzaron mundos, portales y abismos con una sola razón: verlo. Estar con él. Entender lo que había pasado.

Y al ver en quién se había convertido Biel… no huyeron.

Se quedaron.

Y decidieron construirle un hogar.

Renacelia nació de ese amor silencioso, de esa lealtad que no necesitaba palabras. Los años pasaron. Fundaron familias. Tuvieron hijos. Enseñaron, rieron, vivieron. Y al final, uno a uno… murieron de vejez.

Pero la ciudad quedó.

Una promesa suspendida en el tiempo, esperando su regreso.

—Ustedes… realmente lo hicieron. —susurró Biel, con una sonrisa triste.

Mientras pasaba junto a una pequeña plaza rodeada de faroles encantados, se detuvo frente a un escaparate de vitrales danzantes. Era una tienda de ropa encantada, y tras el cristal, un hombre mayor lo observaba con curiosidad. Tenía barba blanca perfectamente recortada y ojos que parecían contener más de un siglo de historias.

El hombre salió de la tienda, apoyado en un bastón encantado que dejaba destellos dorados con cada paso.

—Jovencito… —dijo con tono afable—. Veo que eres nuevo por aquí. ¿Te has quedado impresionado por la belleza de la ciudad, ¿verdad?

Biel parpadeó, aún hipnotizado por lo que lo rodeaba.

—Sí… es hermosa. Es como si dos épocas se tomaran de la mano. Medieval y tecnológica, magia antigua y ciencia avanzada. Como si alguien hubiera querido conservarlo todo… y lo hubiera logrado.

El anciano sonrió, con un brillo nostálgico en los ojos.

—Efectivamente, joven. Esta ciudad nació hace dos mil años… cuando un grupo de jóvenes y sus familias llegaron desde otro mundo. Vinieron aquí por una sola razón: honrar al héroe del eclipse.

Los ojos de Biel se entrecerraron.

—¿Desde otro mundo…?

—Así es. Eran compañeros del héroe. Compañeros de escuela, según cuentan los archivos más antiguos. Cuando llegaron, él ya era una leyenda viviente. Lo vieron. Vieron lo que se había convertido… y aun así no lo temieron. Lo reconocieron. Y con lágrimas y orgullo… decidieron quedarse.

El viejo apuntó con su bastón hacia una avenida al este, donde una cúpula luminosa marcaba el horizonte.

—Construyeron esta ciudad para él. Para que algún día, si regresaba, tuviera un lugar que lo recordara… que lo recibiera como hogar. Aunque ellos ya no estén, su voluntad sigue viva aquí. Sus nombres están inscritos en los pilares del museo mágico. Y también… el mensaje final del héroe.

Biel sintió un estremecimiento. Una ola de recuerdos se agitó dentro de él, como un eco que había esperado siglos para despertar.

"Así que… lo guardaron. Ese mensaje."

—Vaya… es interesante. Deberé ir algún día. —dijo en voz baja.

—Tienes alma curiosa, muchacho. Me agradas. ¿Cómo te llamas?

Biel miró al cielo, donde nubes de maná danzaban lentamente como plumas flotantes en el aire.

—Mi nombre es Biel.

El bastón del anciano se detuvo.

Su rostro se transformó lentamente: de amable a perplejo, de perplejo a emocionado, de emocionado a reverente.

—¿Biel…? ¿Tu nombre es Biel?

—Así es.

El hombre bajó la cabeza por un momento, como si ofreciera respeto silencioso. Luego, susurró:

—Nunca imaginé que llegaría a conocer a alguien con ese nombre… Llevar el nombre del héroe es algo grande. Jovencito… haz el bien por ese nombre. No lo uses jamás para el mal.

Biel sostuvo su mirada y respondió con voz firme:

—Lo haré. No solo por el nombre… sino por quienes lo crearon con tanto amor.



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En el texto hay: juvenil, magia, fantasia sobrenatural

Editado: 02.08.2025

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