Y allí, suspendido en el cielo, con el cuerpo en tensión y el corazón latiendo como un tambor sellado entre galaxias, Biel sintió un susurro en su interior.
No era un sonido externo.
Era un eco profundo, como cuando una piedra cae en un pozo sin fondo y el agua responde con un temblor.
«Biel…», murmuró la voz.
Ese murmullo era tan familiar que por un instante el mundo se quedó quieto.
Ni el viento se atrevió a moverse.
Pero entonces ocurrió.
Una ráfaga de energía surgió de la nada y lo golpeó sin previo aviso.
No fue un simple ataque.
Era como si el cielo hubiera decidido derribar un rayo hecho de rencor y lanzárselo directamente al pecho.
El impacto lo tomó por sorpresa.
El aire se le escapó del cuerpo como si alguien le hubiera arrancado el alma un segundo.
Las alas que sostenían su vuelo se recogieron instintivamente, no por debilidad sino por el reflejo natural de quien recibe un mazazo invisible.
Su cuerpo salió disparado hacia atrás, cruzando el cielo como un relámpago negro.
La atmósfera se desgarró a su paso, dejando una línea de luz oscura, como si el mismísimo espacio hubiera sido rajado por una garra.
¡BOOOOM!
El choque contra las montañas no fue un accidente, fue un estruendo cósmico.
Las cumbres se quebraron como figuras de arcilla bajo una tormenta.
Las rocas salieron volando, arrancadas como si fueran dientes de un gigante dormido.
Los árboles cercanos se deshicieron en astillas que bailaron por el aire antes de ser tragadas por el polvo.
El eco del impacto resonó por todo Renacelia, agitó los cielos y le robó el aliento a la tierra.
En el estadio, todos quedaron congelados en el instante.
La multitud no respiraba.
El tiempo parecía haberse encogido hasta convertirse en un punto minúsculo entre la sorpresa y el miedo.
—¡¡¡¡NOOOOOOOO, BIEEEEEEEEELLLLLLLLL!!!! —gritó Larisa, con una voz rota, desgarrando el aire con un grito que parecía arrancado del fondo de su pecho.
Se arrodilló sobre el suelo sin darse cuenta.
Sus piernas se rindieron primero, luego su corazón.
La mirada se le nubló, como si el mundo entero se hubiera vuelto agua.
Las manos le temblaban, clavadas en la hierba húmeda.
—¿Qué está pasando…? —susurró, con la garganta cerrada— ¿Por qué un ataque así…? ¿Por qué justo ahora?
Los Santos reaccionaron al instante.
El instinto los tomó de los hombros y los puso en movimiento antes de que el cerebro pudiera entenderlo.
Souta apretó la mandíbula, los ojos duros, como dos carbones encendidos.
Rafael se cubrió con un halo de energía, una especie de reflejo defensivo, como si el mismo mundo lo protegiera.
Kutite, siempre la más rápida en actuar, alzó la voz:
—¡Souta! ¡Rafael! ¡Venid conmigo!
—¿A dónde? —preguntó Souta, aunque ya lo sabía.
—¡A proteger a los estudiantes! —respondió Kutite, corriendo hacia los pasillos de la academia, dejando tras de sí un viento que olía a urgencia.
Mientras tanto, otros tres Santos tomaron dirección contraria.
Hikari, Masaki y Takeshi se lanzaron hacia las montañas, donde el polvo aún flotaba como un velo.
Takeshi se detuvo un instante junto a Larisa, que seguía arrodillada, como si sus piernas no respondieran.
Le puso una mano en el hombro, suave pero firme, como quien sabe que las palabras son necesarias, aunque no basten.
—Larisa… quédate aquí —dijo, con un tono que era mitad promesa, mitad orden.
—¡Pero Biel! —susurró ella, los ojos empañados.
—Él está bien —respondió Takeshi, con una media sonrisa, aunque su estómago se retorcía por dentro—. Créeme. Ese impacto no lo mató.
No a él.
Las palabras flotaron en el aire, intentando calmarla, pero el viento se las llevó demasiado rápido.
Takeshi se dio la vuelta y corrió tras Hikari y Masaki.
Las huellas que dejaban parecían prender fuego a la hierba, no por calor, sino por la energía contenida en cada paso.
Los árboles del camino susurraban, como si el bosque entero preguntara en voz baja:
"¿Qué clase de locura es esta?"
En un lugar más elevado, en la torre de observación, Enit y Reiko observaban la escena desde arriba.
La distancia les regalaba una vista panorámica… pero también un terror más frío.
Vieron a Biel ser arrastrado por el cielo, como una hoja en medio de un vendaval oscuro.
—¿Q-qué está pasando? —susurró Enit, con un hilo de voz.
Sus ojos, normalmente tranquilos y calculadores, ahora parecían espejos que reflejaban un maremoto.
Reiko miraba hacia el horizonte, la respiración entrecortada.
Su rostro, pálido, fue cambiando de expresión.
Primero sorpresa. Después horror.
—No puede ser… —susurró, con los labios temblando— Son Drakeryanos.
—¿Qué dijiste? —Enit giró el rostro hacia ella, con un tono que cortaba el aire.
—Son Drakeryanos —repitió Reiko, tragando saliva—. Los vi de cerca. Reconozco ese tipo de energía.
—Pero… ¿no tenían un pacto de no agresión? —preguntó Enit, su voz se quebró por un segundo.
Reiko apretó los puños, su cabello ondeaba al viento, enredándose como un pensamiento sin resolver.
—Eso creíamos… —susurró— ¿Por qué atacar ahora?
Enit entrecerró los ojos, como si tratara de ver algo más allá del paisaje, como si mirara dentro del propio tiempo.
—Claro… ahora lo entiendo —murmuró, casi para sí misma.
—¿Entender qué? —preguntó Reiko, la ansiedad le hervía en el pecho.
—Los Drakeryanos veneran al Héroe del Eclipse —explicó Enit, su tono se volvió grave—. Para ellos no es solo un título, es algo sagrado.
Pero Biel… Biel se lo ganó. Derrotó a la desesperación misma. Se convirtió en el Eclipse.
Y eso, para los Drakeryanos… es una blasfemia.
Editado: 02.08.2025