Se perdió en los límites oscuros de su tristeza. No era difícil darse cuenta. Sus ojos apenas miraban aunque veían, el sonido de su risa dejó de recorrer el aire y las lágrimas no caían porque no quedaba ninguna. La maleza de sus muros cubrió hasta las esquinas y sufría en silencio. Nadie nunca la vió quejarse y asumian su discreción como fortaleza. Pero estaba muriendo. Los lagos de su vida se habían secado y los peces habían quedado hundidos en capas de lodo. Nadie jamás bebería de su agua cristalina. Nadie jamás la vería brillar al atardecer. Y las lunas pasaban sobre su cabeza sin iluminar nada porque la oscuridad absorbe la luz y la extermina, y murió entonces y de esa muerte todos se dieron cuenta.