A veces me pregunto cuánto de lo que callamos termina por definirnos más que lo que decimos.
Hoy ha sido uno de esos días raros… donde algo pequeño se mete bajo la piel y se queda ahí, como una astilla emocional que no sabes si sacar o dejar clavada.
El cargador ya está conectado. Mi celular vibra, como si me reclamara por haberlo dejado morir tan temprano. Amanda habla sin parar, pero yo solo asiento. Su voz suena como si viniera desde lejos, como un ruido de fondo mientras miro el techo del salón.
Sigo pensando en esa voz. En ese "hola" inesperado.
Grave, firme… suave.
No sé por qué me temblaron las manos.
—¡Oye! —Amanda me lanza una servilleta enrollada—. ¿Qué onda contigo? Te perdiste media vida allá afuera.
—Fui por el cargador... ya sabes. —Intento sonar desinteresada, pero sé que ella me conoce demasiado bien.
—Sí, pero tardaste como si hubieras ido por una beca —bromea—. ¿Y esa sonrisa? No me digas que el de la jardinera te gustó.
Bajo la mirada, mordiendo el borde de mi uña.
—Ni siquiera le vi bien la cara…
—¿Entonces por qué estás toda roja?
—No estoy roja.
—Ajá… claro.
Me río bajito, sin ganas de admitir que tiene razón. Hay algo incómodo y bonito en ese recuerdo. No sé su nombre. Solo que era alto, su sombra se proyectaba sobre mí como si me envolviera. Y ese tono en su voz. Como si dijera mi nombre sin decirlo.
Respiro hondo.
Afuera, el sol ya se empieza a esconder.
Por un instante, me dan ganas de salir corriendo y volver a pasar por la jardinera. Solo por si acaso.
Solo por si él sigue ahí.
Pero no lo hago.
En cambio, me recuesto en la banca del salón, cruzo los brazos tras la cabeza y dejo que mis pensamientos viajen a otro lado.
Pienso en esa persona.
En cómo se fue sin mirar atrás, A veces me gusta pensar que ella tenía razones más grandes que yo. O que la vida no le dio opción.
A veces me invento conversaciones para sentirme menos rota.
A veces me enamoro de voces que no conozco… como la de hoy.
Amanda se queda en silencio un rato, notando el cambio en mi expresión.
No dice nada. Solo me pasa una galleta de chocolate y me sonríe.
Me dejo envolver por ese gesto simple y me pregunto: ¿cuántas cosas guardamos dentro para que nadie las vea?
Cuando el profesor entra, intento concentrarme.
Pero entre apuntes y palabras sueltas, me descubro escribiendo en la esquina de la libreta:
"Hola" —y luego un punto, como si fuera el inicio de algo.