El día avanza más lento de lo normal. Entre clases, tareas y conversaciones vacías, mi mente regresa una y otra vez a esa mirada, a ese “¿y si hablamos después?”.
No sé si es intriga, nervios o esa absurda necesidad de sentir algo distinto.
Cuando suena la campana del cambio de clase, recojo mis cosas con más prisa de lo habitual. Amanda me observa con una ceja levantada.
—¿Y tú por qué tanta velocidad?
—Tengo que… —me detengo, consciente de lo obvio—, acomodar mis cosas antes del taller.
Ella sonríe de lado.
—Ajá, claro. “Acomodar”.
No le respondo. Salgo del salón y camino hacia las escaleras. El aire fresco me golpea de frente, y siento cómo la ansiedad se me trepa por la garganta. ¿Y si no aparece? ¿Y si sí aparece y me quedo en blanco?
Doblo hacia el pasillo de la jardinera. Y ahí está.
Apoyado contra la baranda, como si hubiera estado esperándome.
—Pensé que no ibas a venir —dice, sin apartar la vista de mí.
—Tampoco estaba segura de hacerlo.
Él sonríe, apenas, como si supiera que esa respuesta era la más honesta que podía darle.
Camino hasta quedar frente a él. El tiempo se estira unos segundos incómodos, hasta que decide romper el silencio.
—¿Siempre pasas por aquí?
—A veces. Es tranquilo.
—Entonces ahora es nuestro lugar.
Lo dice como si no pidiera permiso. Como si simplemente ya fuera una realidad.
Me cruzo de brazos, intentando mantener cierta distancia.
—¿Y por qué tanto interés en hablar conmigo? Ni siquiera me conoces.
Él me mira de arriba abajo, no con descaro, sino con una seguridad que desarma.
—No necesito conocerte para saber que quiero hacerlo.
No sé qué responder. Siento el calor subirme a las mejillas, así que aparto la mirada hacia el arbolito de flores moradas que tiñe la sombra.
—Eres raro —murmuro.
—Eso dicen muchos —responde, con un tono que parece un reto—. Pero siempre terminan quedándose.
Antes de que pueda procesar lo que significa esa frase, mi teléfono vibra en la mochila. Me sobresalto.
—Tengo que entrar al taller —digo, dando un paso atrás.
Él no insiste, pero su mirada me sujeta.
—Nos vemos después.
No es una pregunta. Es una declaración.
Camino hacia el edificio con el corazón acelerado, y por primera vez en mucho tiempo, siento que algo se está moviendo en direcciones que no controlo.
Y, en el fondo, algo dentro de mí sonríe con picardía.