Me había costado mucho dormir.
Todavía sentía sus labios en los míos.
Quería que ya fuera mañana... y, finalmente, desperté.
El día estaba nublado, pero eso no era algo malo.
Los días lluviosos eran mis favoritos.
Me levanté más feliz que el día anterior.
Abrí todas las cortinas de la casa y me preparé el mate, ese que nunca puede faltar.
También salí a hacer unas compras.
Quería cocinarle algo rico, algo que él ya me había pedido: pastel de papa.
Al llegar, me puse en marcha.
Él venía a las doce, pero no quería estar cocinando cuando ya estuviera en casa.
Así que dejé todo preparado, listo para solo meter al horno en el momento justo.
Y de nuevo... otros veinte minutos interminables.
Pero esta vez, era porque ya no aguantaba un minuto más sin verlo.
Ahí estaba yo, esperándolo.
Y vi llegar el bus.
Bajó.
Y ahí estaba él... viniendo hacia mí.
Con esa mirada.
Con esa sonrisa que me ruborizaba con solo cruzar su mirada.
Este beso fue más apasionado.
Con ganas de más.
Con deseo acumulado.
Con amor que no se podía disimular.
Ese sueño, esa fantasía...
Era mi realidad.
No quería cambiar nada.
Quería que fuera así para siempre.
Estaba enamorada.
Caminamos a casa, pero esta vez diciéndonos cuánto nos habíamos extrañado.
"Me costó dormirme ayer... quería verte," me dijo.
"A mí también. Quería que estuvieras ahí, conmigo," le contesté.
Entramos, y él, como siempre, fue directo a saludar a nuestros hijitos peludos.
"Hoy te voy a hacer pastel de papas," le dije.
Sonrió como si le hubiera dicho lo mejor del mundo.
"¿Me querés enamorar más?" respondió.
"Más de lo que ya estoy yo... es imposible," le dije tímida, sorprendida incluso por mis propias palabras.
"Mucho más que vos, ya estoy enamorado hace rato," me dijo, mientras me abrazaba y me daba un dulce beso.
"Empieza el Real Madrid ahora," le avisé.
"Comemos mientras lo miramos."
"¿Te ayudo?" me ofreció.
"Tranqui, ya está todo listo. Solo queda meterlo en el horno. Vamos a acomodarnos en el sillón mientras."
Apenas nos sentamos, los gatos se nos subieron encima.
Primero los mimos fueron para ellos... después, para nosotros.
Besos.
Caricias.
Y una sensación de que ya no alcanzaba.
Hacía falta más...
Pasaron los minutos y el pastel de papa ya estaba listo.
Serví, y comimos mientras el partido llevaba apenas cinco minutos.
Yo solo esperaba que ese pastel no fallara, que le gustara de verdad.
Lo miré, queriendo adivinar su reacción...
Y al darse cuenta, sonrió y dijo:
"Está muy bueno. Ya nos podemos casar."
Lo dijo en broma, pero se notaba que los dos lo sentíamos más cerca de la verdad que de la risa.
"Ya me podés pedir matrimonio," le contesté, siguiendo el juego.
"Sí," dijo sin dudar, con un tono que ya no era broma.
Nos miramos como dos cómplices... como dos personas que ya se habían elegido.
Terminamos de comer y seguimos viendo el partido,
pero por primera vez no nos interesaba mirar.
Solo queríamos estar juntos.
Tocarnos, hacernos mimos, besarnos...
Tocar su pelo mientras lo miraba ya se había convertido en mi hobby favorito.
Terminó el partido. Perdieron,
pero eso ya no me dejaba de mal humor.
Lo tenía a él al lado,
quejándonos de los jugadores.
Era algo que no sabía que necesitaba.
Esa soledad que tanto romantizaba
no se comparaba con esa compañía.
Salimos afuera a tomar un poco de aire,
bajo el techo, porque llovía torrencialmente.
Y aún así...
todo era perfecto.
Esta vez,
ahí tapados con una mantita,
abrazados,
mirando la lluvia,
sintiendo el olor a tierra mojada,
viendo dormir a los peluditos,
llenándonos de besos,
hablamos de nosotros.
Pero esta vez,
como si quisiéramos asegurarnos
de que no nos íbamos a soltar,
de que fuera así... siempre.
Y me lo preguntó.
Esa pregunta que no esperaba,
pero que en el fondo,
ansiaba escuchar:
-¿Querés ser mi novia?
De nuevo,
casi se me sale el corazón del pecho.
Y enseguida,
sin tiempo de pensar,
le respondí: