Cuando nada tiene sentido, cuando la vida deja de parecer vida y el aire se vuelve veneno, ¿qué queda, si no ir tras lo único que todavía quema por dentro?
Volví a buscarlo, no con palabras ni excusas, sino con el corazón en carne viva. Sabía dónde encontrarlo, y fui.
No pensé en nada, no medí consecuencias. Solo quería otra oportunidad, un respiro en su mirada.
Fui dispuesta a arrastrarme entre los restos de lo que alguna vez fuimos, por el simple deseo de revivir algo que, quizás, ya estaba muerto.
Lo vi desde lejos, y él también me vio. Se acercó con esa confusión en la mirada que ya conocía. Yo solo quería besarlo, pero me apartó.
(Él) -¿Por qué viniste? Ni siquiera me avisaste.
-Quiero hablar con vos -contesté.
(Él) -Ya quedó todo claro. ¿Hablar de qué?
-Quiero arreglar las cosas. Sé que estuve mal, pero ya puedo entenderlo. Podemos resolverlo juntos.- Solté
(Él) -No hay nada que resolver. No estoy para aguantar estas cosas.
Sus palabras fueron puñales. No sabía qué decir para hacerlo volver, pero igual lo intenté.
-Perdoname, por favor. Estoy dispuesta a hacer esto como vos prefieras, pero no quiero estar sin vos.
-No tengo ganas de hablar de esto. Los dos queremos cosas diferentes, y está bien. Ya no me busques más -dijo, mirando hacia atrás, donde sus amigos nos observaban.
Pero a mí solo me importaba él.
-Solo quiero estar con vos. ¿Qué hay de malo en eso? Estoy dispuesta a hacer lo que me pidas, pero por favor... dame otra oportunidad, mi amor.
Lo agarré de los brazos, con lágrimas en los ojos.
Él solo respondió:
-No.
Se sacó mis manos de encima y se dio la vuelta.
El déjà vu volvió a repetirse: él yéndose tan fácil... y yo, otra vez, con el alma hecha pedazos, rogándole al aire que se quedara.
Me fui. Él ya no me quería. Lo vi en sus ojos, pero parecía que aún necesitaba escucharlo de mil formas para poder entenderlo. Capaz solo estaba enojado, o quizás no le di el tiempo para pensar.
En el camino a casa pensaba qué hacer. Tal vez escribirle, pedirle perdón por haber ido de repente. Pero al mirar el teléfono me di cuenta: me había bloqueado en todas partes.
El mundo se me vino encima.
Corrí. Corrí como si la tristeza me arrastrara lejos. Llovía, pero no me detuve. No quería pensar, no quería sentir, solo quería correr. Gritar.
No sabía dónde estaba, pero no importaba. Ya nada importaba.
Caí de rodillas en medio de la nada. Sentía el agua mezclarse con mis lágrimas, y no sabía qué dolía más: la lluvia helada o el vacío en el pecho. Todo lo que fui, todo lo que soñé, se me escurría entre los dedos como el agua en el suelo.
Pensé en volver a casa, pero... ¿para qué? No había refugio si él no estaba. No había aire si no era su voz la que me calmaba. El mundo giraba, y yo seguía ahí, quieta, rota, sin saber cómo seguir respirando.
Intenté convencerme de que iba a pasar, de que el tiempo curaba. Pero el tiempo no cura si uno no quiere soltar. Y yo no quería soltarlo.
Me aferré a la idea de él, aunque me doliera, aunque me matara. Porque sin ese amor, aunque doliera, no me quedaba nada.
Pero aún así volví. Después de horas de intentar regresar, con el celular empapado y sin rumbo. Caminé en la oscuridad de un campo desolado, sin ver nada, sin encontrar a nadie, perdida como me sentía por dentro.
Cuando por fin llegué, mis gatitos me esperaban en la puerta. Los abracé fuerte. Se acurrucaron conmigo, como si entendieran que algo se había roto. Me acosté en el sillón, con ellos sobre mí, pero nada calmaba el ruido en mi mente.
Mi corazón seguía atrapado en el querer volver, en lo que pudo ser, en lo que quise que fuera. Quería escapar de esa realidad: la realidad en la que lo había perdido.
A ese hombre que fue todo para mí. A ese amor que creí eterno.
¿Mi error? Tal vez amar demasiado. Tal vez solo haber querido que fuera mío, y yo de él.
Mis ojos se cerraban del cansancio, pero mi cabeza no paraba. Cada pensamiento era una imagen suya. Su risa. Su voz. Su forma de mirarme antes de que todo cambiara. Intentaba convencerme de que no fue real, que todo era un mal sueño, pero hasta el silencio de la casa lo gritaba: ya no estaba.
Mis gatitos se durmieron sobre mí, como si quisieran sostenerme un poco. Yo solo miraba el techo, contando los segundos que pasaban sin su nombre en mi pantalla. En algún momento, sin darme cuenta, empecé a hablar sola. Le pedía que volviera, que me explicara qué hice tan mal, que me dijera si de verdad había dejado de amarme.