Fragmentos de un inventor: la segunda chispa

El Día en que Soñó con Volar

La locomotora era un titán de acero negro y latón, una bestia mecánica que exhalaba vapor blanco contra el amanecer plomizo de Elyazna. Sus remaches plateados devolvían destellos fríos, casi antinaturales, como si el metal respirara por sí mismo. No avanzaba con furia, sino con precisión: un proyectil calculado deslizándose sobre rieles tan pulidos que parecían una cinta de plata extendida sobre la nieve.

Cada golpe del pistón era un latido que hacía vibrar los cristales y estremecer la tierra. Era el pulso del nuevo mundo: un corazón de vapor que nunca dormía. Detrás, los vagones —largas cápsulas de madera oscura y acero— se mecían con exactitud matemática, dejando una estela que se confundía con la bruma del amanecer. El tren respiraba. Avanzaba. Soñaba con su propio destino.

Dentro, el aire olía a cuero, aceite y hollín. Comerciantes, soldados y estudiantes compartían el trayecto: piezas de un mismo engranaje. Los primeros repasaban cuentas en tablillas enceradas; los segundos observaban tras sus uniformes grises; los últimos —jóvenes de túnicas nuevas— contenían el temblor de la expectativa. Todos viajaban hacia Thalmenor, la última estación antes del fin del mundo civilizado.

En uno de los compartimientos, un anciano de abrigo raído se apoyaba en un bastón de roble. Su barba blanca, seca y enmarañada, recordaba al musgo de los bosques olvidados. Frente a él, un muchacho —demasiado joven para cargar con esa sombra de preocupación en el rostro— lo observaba con cautela.

—¿Sabes, chico? —dijo el anciano, con una voz áspera que apenas se imponía al traqueteo del tren—. Todo esto, antes… era monte.

El joven parpadeó, desconcertado.

—¿Disculpe?

—Monte —repitió el viejo, y en sus ojos claros brilló una chispa de nostalgia—. Tierra viva, no este orden de acero. Había raíces tan hondas como los sueños, ríos que cantaban en lugar de gemir dentro de tuberías, y un silencio que era paz, no ausencia.

Su mirada se perdió en el horizonte, donde torres de perforación emergían entre la niebla como los dedos huesudos de un gigante dormido.

—Hasta que la Zharina decidió volverlo gris —añadió con amargura—. Dijo que era por el bien de Elyazna. Que el progreso era la nueva fe.

El muchacho no respondió. Escuchaba, aunque el traqueteo constante del tren parecía absorber sus pensamientos. Apoyó la frente contra el vidrio helado y dejó que el temblor del metal se filtrara hasta los huesos.

Más allá del cristal, el paisaje no era una pintura, sino una herida abierta.
Colinas que alguna vez fueron verdes yacían bajo una costra de nieve sucia. Sobre ellas, torres de acero perforaban la tierra como si quisieran arrancarle su último aliento. Los brazos de las máquinas se movían con lentitud, mordiendo el suelo y escupiendo fango helado sobre cintas interminables. Las cicatrices del terreno parecían nunca cerrar.

Alzó la vista. El cielo —o lo que quedaba de él— no era azul ni gris, sino un techo de humo y cobre que apagaba la luz hasta volverla amarillenta y enferma. Las chimeneas, altas como catedrales dedicadas a un dios hambriento, lanzaban columnas de vapor que se entrelazaban, formando nubes artificiales que sofocaban el día. A lo lejos, los relámpagos de las líneas de energía titilaban con un fulgor azulado y frágil, como los nervios expuestos de un coloso dormido bajo la nieve.

Elyazna no se parecía a nada que hubiese conocido. Ordenada. Precisa. Implacable. Desde la ventana se divisaban ciudades levantadas con geometrías imposibles, engranajes de un reloj descomunal donde cada pieza tenía su lugar. Y él… él era la pieza que no encajaba.

Su piel, de un tono oliva cálido, contrastaba con la palidez metálica de los pasajeros. El cabello oscuro, algo ondulado, caía sobre unos ojos color ámbar: una mirada que mezclaba cautela y asombro, la mirada de quien aprendió a callar antes de hablar. A sus doce años ya distinguía los silencios incómodos de las palabras hostiles. Hijo de comerciantes galethianos establecidos en el sur del reino, bastaba ese origen para convertirlo en una anomalía. En Elyazna, bastaba con nacer en el lugar equivocado para ser una grieta en la perfección del sistema.

A veces lo llamaban forastero. Otras, espía del Imperio. En la escuela, los hijos de los obreros apartaban sus libros de su mesa como si temieran contagiarse de algo. En el mercado, los tenderos dejaban las monedas sobre el mostrador, cuidando de no rozarle los dedos. No necesitaban insultarlo: bastaban las miradas esquivas, el silencio denso, el vacío a su alrededor.

Incluso ahora, en el tren, notaba cómo las conversaciones bajaban el tono cuando él pasaba por el pasillo. Los murmullos quedaban suspendidos, como polvo en el aire. Hasta el traqueteo de las ruedas parecía acentuar esa distancia, recordándole que su sola presencia desentonaba con el ritmo perfecto de Elyazna.

Su madre solía decir que los elyaznos no eran crueles, solo metódicos, aunque en su voz siempre había cansancio. Con el tiempo comprendió que en aquel país el linaje pesaba más que las intenciones. Y que, a veces, el desprecio no se gritaba: se respiraba.

—¿Primera vez en Elyazna, eh? —dijo una voz áspera a su lado.

El joven alzó la vista. El anciano lo observaba con aquellos ojos pálidos que parecían atravesar tanto el humo del vagón como sus pensamientos. Había algo inquietante en su expresión: no juzgaba, solo comprendía demasiado.




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