El tren silbó tres veces antes de detenerse. El vapor brotó de las válvulas con un rugido húmedo y cubrió el andén hasta borrar los contornos del mundo. Por un instante, solo existieron el sonido del metal y el frío.
Elías descendió con cuidado, aferrando su maleta con una mano. El suelo estaba cubierto por una delgada capa de escarcha y las losas de hierro vibraban bajo sus botas. A lo lejos, los mástiles de señal parpadeaban como faroles temblorosos entre la niebla. El nombre Thalmenor sobresalía en letras gastadas sobre un arco de acero ennegrecido, medio cubierto por hollín y nieve. Los rieles se perdían en la bruma, donde el resto del convoy se disolvía como una sombra cansada.
El aire olía a sal, carbón y óxido. Las torres de ventilación exhalaban humo, y el murmullo de los altavoces se mezclaba con el siseo del vapor. De entre el ruido emergió una voz metálica, impersonal:
—Registro de tránsito. Documentos al frente.
Avanzó con paso firme, aunque el corazón le latía más rápido de lo que habría querido admitir. Frente a la caseta de control, un guardia de rostro gris le hizo una seña. La tinta del registro estaba endurecida por el frío; al firmar, una gota espesa cayó sobre su nombre y lo manchó como una sombra.
El oficial examinó los papeles y alzó la vista con gesto neutro.
—Cardiel… Galethiano. —El tono no supo si era cansancio o desdén—. Adelante.
Asintió y cruzó la barrera. Sintió las miradas tras los cascos y visores: esa mezcla de desconfianza y curiosidad que siempre acompañaba a los forasteros.
El aire del otro lado era más cortante, saturado de humo y niebla. El camino seguía junto a las vías, flanqueado por postes de luz que titilaban débilmente. A lo lejos, el eco de una grúa retumbaba como un animal de metal, mientras las sombras se agitaban entre depósitos y torres de carga que exhalaban chorros de vapor.
El sendero lo condujo hasta un andén lateral, donde una locomotora más pequeña aguardaba envuelta en neblina. Su silueta se recortaba entre las luces con un resuello grave y constante, como si respirara.
Una fila de jóvenes esperaba el embarque: algunos envueltos en capas raídas, otros con uniformes nuevos que brillaban bajo la luz pálida de los faroles. Las voces se perdían entre el silbido del vapor y el chocar de maletas metálicas. Los vagones estaban sobrecargados; asomaban cajas, equipaje y piezas de maquinaria improvisadas como asientos. Nadie parecía tener tiempo para nada, solo para avanzar.
Se unió a la fila en silencio, ajustando la maleta contra el pecho. El aire vibraba con el zumbido del motor. Cuando la compuerta se abrió, un soplo cálido de aceite y metal lo envolvió. Avanzó entre los pasajeros, buscando un lugar libre.
La máquina —una vieja unidad de carga adaptada para pasajeros— temblaba con un ritmo pesado. Se dejó caer junto a la ventana y observó cómo la niebla se abría sobre un valle muerto. Chimeneas solitarias exhalaban humo gris que se disolvía en la distancia; los ríos yacían bajo un cristal helado, y los bosques ennegrecidos permanecían inmóviles como esqueletos de piedra. A lo lejos, un destello eléctrico atravesaba el horizonte. Todo parecía en ruinas, pero había belleza en aquel desgaste: la certeza de que lo destruido alguna vez tuvo un propósito.
Apoyó la frente contra el vidrio helado. El tren avanzaba con un pulso constante, semejante al latido de una criatura viva, hasta que un giro brusco lo sacó de sus pensamientos. La locomotora tembló y un golpe lo desequilibró. Su hombro chocó contra el portaequipaje, y una de las maletas cayó al suelo con un estrépito seco. El cierre se abrió de golpe y el contenido se esparció por el pasillo como una ráfaga de colores pálidos sobre el metal oscuro.
— ¡Ah, maldición! —exclamó una voz femenina, más irritada que asustada.
Elías se giró de inmediato, con el corazón en la garganta. El vapor que se filtraba por las juntas del vagón le nubló la vista por un instante, hasta que, entre la bruma, distinguió a la dueña del reclamo.
La joven lo observaba con una expresión que no necesitaba palabras. Su cabello, de un tono gris metálico, estaba recogido en una trenza tan pulida que parecía parte del uniforme. Llevaba un abrigo de corte militar, gris oscuro con ribetes plateados, que se ajustaba con una precisión casi incómoda. Los guantes blancos relucían bajo la luz azulada del vagón, tan limpios como su mirada era cortante.
Del cinturón colgaban dos sellos rojos, sujetos por cintas de un beige pálido. Reflejaban el resplandor del vagón con un brillo húmedo, como si la cera aún no se hubiera secado. Los símbolos grabados en ellos eran geométricos, perfectos: marcas de distinción que no dejaban duda sobre su origen. Aquella muchacha no era una estudiante cualquiera.
Elías tragó saliva y se inclinó para recoger las prendas y papeles que había desparramado.
—L-lo siento… fue un accidente —balbuceó, la voz apenas un hilo—. El tren giró de repente, no alcancé a sujetar la maleta.
Ella lo observó sin moverse, con la calma gélida de quien no necesita alzar la voz para hacer sentir el juicio.
—Ya veo… —dijo finalmente, con una serenidad que dolía más que un grito—. Supongo que entre los suyos no se enseña a cuidar lo que no les pertenece.
Elías levantó la vista, desconcertado.
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Editado: 20.10.2025