Capítulo 7: Manos que no olvidan

🧶 Su forma de cuidarme era silenciosa, pero nunca invisible.

Mi abuela tenía las manos más suaves que he conocido. No porque no trabajara. Al contrario. Eran manos que habían lavado, cocinado, cuidado y cargado más de lo que yo podía imaginar. Pero había algo en ellas que me calmaba. Como si cada caricia llevará años de ternura guardada, esperando por mí.

Me gustaba sentarme junto a ella mientras tejía. El sonido del hilo deslizando, el leve golpeteo de las agujas… Era como música para mis oídos. No hablamos mucho. Y no hacía falta.

Había tardes en las que yo llegaba con los ojos tristes, aunque no supiera el por qué. Y ella, sin siquiera preguntar, me abrazaba y me decía:

—Conmigo estás bien.

Solo eso. Y bastaba.

Su casa olía a canela, a madera vieja, y a recuerdos. Era uno de los pocos lugares donde podía respirar sin sentir que tenía que esconderme.

A veces le contaba del kinder. De cómo me caía mal la maestra porque no dejaba que William y yo habláramos. De cómo algunos niños me hacían sentir invisible. Ella solo asentía, con esa mirada que lo entendía todo. Y luego me daba galletas con un vaso de leche tibia. Como si las galletas fueran una forma de decir: “No puedo cambiar el mundo, pero puedo hacerte sentir querido aquí.”

Una vez me dijo algo que aun me acuerdo:

—Las personas que sienten mucho, a veces se sienten solas… porque creen que nadie más se siente igual. Pero sí hay gente, mi niño. Solo que a veces también están calladas. Como tú.

Y yo… yo sentí que por fin alguien había tocado el lugar exacto donde me dolía.

Mi abuela no era un simple personaje más en mi vida. Era mi refugio. Un rincón seguro.

No siempre estuvo. El tiempo se encarga de llevarse cosas, incluso a las personas que parecen eternas. Pero sus manos… esas que aun siento. Como un ovillo de hilo que me sigue envolviendo, cuando el mundo se vuelve frío.