🐦 A veces el valor no es gritar… es atreverse a decir una sola palabra.
Siempre me gusta observar, callar y quedarme en mi rincón. Hablar en voz alta me parecía una tarea enorme, como si el aire me pesara en la garganta. Pero hubo un día en que no pude quedarme en silencio.
Estábamos en clase, trabajando en unos dibujos, William había dibujado un castillo enorme, con torres torcidas y un dragón al lado. La maestra pasó por su mesa, lo miró un momento y dijo:
—Eso no parece un dragón. Haz otra cosa.
Y se alejo.
Vi como William agacho la cabeza, borró parte del dibujo y trato de hacer otra cosa. Pero el dibujo no tenía la misma vida que el dragón.
No sé qué fue lo que me empujó a hacerlo, pero levante la mano.
—Maestra… —dije, con una voz tímida y temblorosa—, a mi si me parece un dragón.
La clase se quedó en silencio. Ella me miró, sorprendida. Yo sentía el corazón golpeando en mis oídos.
—Está bien —respondió—, déjalo así entonces.
William me sonrió. No dijo gracias, pero no hacía falta. Su sonrisa era como un aplauso silencioso.
Ese día aprendí que a veces una sola palabra, dicha en el momento justo, puede cambiar algo. Que el valor no siempre suena fuerte… a veces suena bajito, pero suficiente.
Esa tarde, mientras caminaba a casa junto a mi madre, sentí que había hecho algo importante. Como si un pájaro que siempre había estado quieto dentro de mí, hubiera batido sus alas por primera vez.