Fragmentos del alma

Un nuevo inicio.

Nacer, crecer, morir.
Para muchos, ese es el ciclo natural de la existencia, una línea recta que comienza en la luz y se apaga en la oscuridad. Pero la vida no es tan simple. Es un laberinto de latidos, silencios, heridas y renacimientos.

La vida comienza en el instante en que una chispa —la unión entre un óvulo y un espermatozoide— enciende la primera célula que nos define. Desde ese momento, emprendemos un viaje incierto, frágil, lleno de promesas y sombras.

Algunos nacen con limitaciones que marcan su cuerpo o sus sentidos: sordera, ceguera, ausencia, dolor. Sin embargo, lo mío no se ve. Mi condena habita dentro: una fractura invisible que divide mi mente, mi conciencia y mi voluntad. A veces soy uno; a veces, varios. Mi cuerpo cambia, mi voz se transforma, y yo… apenas alcanzo a reconocerme.

Esta es mi historia... Nuestra historia.
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6 de febrero de 2006

Malacacia.

El timbre escolar sonó, anunciando el inicio de clases. Los pasillos, antes llenos de risas y murmullos, comenzaron a vaciarse mientras los estudiantes entraban a sus aulas. La mayoría todavía estaba somnolienta por ser lunes, aunque algunos ya parecían llenos de energía.

En el salón de 3B, la maestra cerró la puerta tras el último estudiante que entró con desgano. Dejó su bolso en el escritorio, tomó una bocanada de aire y sonrió.

— Antes de comenzar, quiero presentarles a su nuevo compañero —anunció, dirigiéndose a la puerta—. Entra, no seas tímido.

Unos pequeños pies aparecieron en el umbral. Luego, un niño de ocho años cruzó la puerta con pasos cautelosos. Su piel morena contrastaba con el uniforme escolar, su cabello negro y lacio caía ligeramente sobre sus ojos, los cuales eran grandes y oscuros, como la noche. Cargaba una mochila con el logo de una empresa de mensajería muy conocida.

El aula quedó en silencio.

— Me llamo Gabriel Jiménez — dijo con voz tímida y un poco baja — un placer conocerlos – tras las últimas palabras hizo una pequeña reverencia.

Algunos estudiantes intercambiaron miradas curiosas. No era común ver a alguien hacer una reverencia. La maestra sonrió y señaló un asiento vacío junto a la ventana.

—Puedes sentarte allí, Gabriel.

Justo al lado, una niña de su misma edad lo observaba con interés. Sus ojos verde oliva brillaban con curiosidad, su cabello castaño claro caía liso sobre sus hombros y su piel blanca se sonrojaba apenas.

Cuando Gabriel se acomodó, la niña se giró hacia él con una sonrisa radiante.

—¡Hola! Me llamo Aura Cristina Sánchez García. Tengo ocho años y me encanta la educación física.

Esta presentación eufórica tomo por sorpresa al pobre Gabriel, que posterior a dicha presentación bajo un poco la cabeza y clavo la mirada en el piso sonrojándose un poco por tal euforia. Sin embargo, sintió una paz y confianza a lo cual respondió con la misma sonrisa.

A lo largo del día, Aura le explicó todo sobre la escuela: le mostró el comedor, la enfermería, los baños y las zonas de descanso. También le presentó a algunos compañeros, quienes lo saludaron con educación, aunque con algo de reserva.

Cuando la jornada terminó, ambos caminaron juntos hacia la salida.

—Gracias —dijo Gabriel con una pequeña reverencia.

Aura lo miró con el ceño fruncido.

—¿Por qué haces eso?

—¿Hacer qué?

—Esa cosa… —hizo una torpe imitación de la reverencia—. Aquí en Malacacia nadie hace eso.

Gabriel rió suavemente.

—Es una señal de respeto y agradecimiento. Mi mamá me enseñó a hacerlo porque mi abuela es de China. Es parte de nuestras costumbres.

Los ojos de Aura se iluminaron.

—¡Eso es genial!

Gabriel se despidió con una sonrisa más confiada y caminó hacia su madre, una mujer de mediana estatura, cabello negro y largo, y ojos ligeramente rasgados. Ella lo recibió con una expresión de alivio al ver que su hijo había hecho una amiga en su primer día.

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Pasaron las semanas y Gabriel se adaptó rápidamente a la escuela. Sus calificaciones eran impecables y tenía una memoria excepcional, lo que impresionaba a muchos de sus compañeros. Sin embargo, algunos empezaron a notar lo fácil que le resultaba aprender y lo veían como una oportunidad de usarlo a su favor dada la naturaleza tímida de Gabriel.

Uno de ellos era Kevin Guzmán.

Kevin tenía diez años y era el líder de un pequeño grupo de niños que solían imponer su voluntad sobre otros. Alto para su edad, de piel pálida y ojos azules fríos como el hielo, llevaba siempre una cadena al cuello y una expresión que mezclaba arrogancia con indiferencia.

Un día, durante el receso, se acercó a Gabriel con su grupo.

—Hola, pequeñín —dijo con una sonrisa que no transmitía ninguna calidez.

Gabriel levantó la vista de su cuaderno.

—Hola, Kevin.

—Verás, amigo… —Kevin puso una mano pesada sobre su cabeza, revolviendo su cabello—. Ayer estuve muy ocupado ayudando a mi mamá con cosas importantes y, bueno… olvidé hacer mi tarea de matemáticas. ¿Podrías darme la tuya?

Gabriel arrugó el ceño.

—No.

Kevin se quedó en silencio un momento. Su sonrisa se desvaneció.

—¿Qué dijiste?

—Te vi jugar fútbol toda la tarde. Deberías ser más responsable. – sentenció

Los otros niños se rieron disimuladamente. Kevin apretó los dientes.

En un solo movimiento, agarró la cabeza de Gabriel y la estampó contra la mesa.

El impacto fue seco. Un latigazo de dolor recorrió la frente del niño.

—Quise ser amable contigo —murmuró Kevin, manteniendo la cabeza de Gabriel contra la mesa—, pero parece que no eres tan listo como creía.

—D-déjame… —balbuceó Gabriel, mareado—. Se lo diré a la maestra…

Kevin rió.

—Hazlo, enano. No pasará nada.

Justo entonces, un libro golpeó a Kevin en la cabeza.

—¡Suéltalo!



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En el texto hay: traumas, drama, transformaciones

Editado: 10.11.2025

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