Fragmentos del alma

Noche de terror

La noche había caído sobre la ciudad con un silencio pesado, casi líquido.
En la habitación de Aura, solo la luz del escritorio rompía la penumbra, bañando sus manos y el cuaderno abierto frente a ella.
El cuaderno de Gabriel. Entre fórmulas, dibujos y frases sin sentido aparente.
Ella pasando las hojas una y otra vez intentando entender.
El reloj marcaba las 12:17.
Sus padres dormían, el mundo parecía detenido, y aun así, su corazón latía como si fuera a romperle el pecho.

Volvió al mapa dibujado en una de las últimas hojas.
Una ruta marcada con tinta azul, terminando en un punto señalado con una X justo al borde del bosque.

Aura se mordió el labio inferior.
Por alguna razón sentía inquietud, pero al tiempo necesitaba saber que tenía ese lugar que estaba afectando tanto a su amigo.
Cerró la libreta con cuidado, como si guardara un secreto.
Se puso una chaqueta sobre el pijama, se calzó las botas más silenciosas que encontró, y tomó la linterna de su escritorio.
El clic del interruptor sonó como un disparo en la quietud del cuarto.

Por un instante dudó.
Miró hacia la ventana, hacia la oscuridad que la esperaba afuera,
Y en un suspiro, dejó que la determinación venciera al miedo.

Abrió la ventana y el aire frío de la medianoche le golpeó el rostro.
El aroma de la tierra húmeda y las hojas inundó sus sentidos.

Saltó con cuidado, cayendo sobre el césped.
El silencio la envolvió de inmediato.
El viento soplaba entre los árboles, moviendo las ramas como si murmuraran su nombre.

Apretó la libreta contra su pecho y empezó a caminar siguiendo el mapa.
Cada paso la alejaba más de su casa, más de la seguridad, más del mundo que conocía…
Y la acercaba, sin saberlo, al centro de un secreto que marcaría su destino…

El reloj digital marcaba las 12:36.
Gabriel abrió los ojos de golpe, respirando con dificultad.
El sudor le empapaba la frente y el corazón le golpeaba con fuerza el pecho. Otra vez la pesadilla…
La misma voz…
Las mismas manos…

Se incorporó lentamente, mirando alrededor de su habitación.
Estaba harto. Su cabeza lo martirizaba día y noche, y desde que Dylan había dejado de responderle, se sentía como si ya no fuera él mismo.

—¡Dylan! —gritó contra la almohada, con la voz quebrada—. ¡Aparece de una vez!

El silencio fue su única respuesta.
Entonces, una idea cruzó su mente.
Quizás las respuestas que necesitaba estaban allí, en el mismo lugar donde Dylan había dejado de responderle.

Fue directo a su mochila y buscó su libreta.
Pero algo lo detuvo.
La cremallera estaba abierta. No recordaba haberla dejado así.

Revolvió el interior.
Nada.
El corazón se le detuvo por un instante.
Buscó entre la ropa, los libros, debajo de la cama… pero no había rastro de ella.

Un recuerdo lo golpeó como un relámpago: recordando el encuentro con aura en la tarde.
El color se le fue del rostro.
El pulso se aceleró, la piel se le erizó.
Si ella había tenido la libreta por todo ese tiempo… significaba que la había leído.
Y si había leído lo suficiente, también sabía a dónde ir.

Una imagen cruzó su mente, tan vívida que casi lo paralizó: Aura, sola, en el laboratorio.
El monstruo, esa bestia…
No lo dudó más.
Agarró su chaqueta, la linterna de emergencia y el celular.
Ni siquiera se puso los zapatos; la urgencia lo consumía.
Bajó las escaleras en silencio, con el corazón retumbando en su pecho.

El viento nocturno lo recibió con un golpe helado cuando cruzó la puerta principal.
El frío le mordió los pies descalzos, pero no le importó.
Miró hacia el bosque, más allá de las luces de la ciudad.

Y empezó a correr.
A correr tan rápido como podía, con una sola plegaria en la mente:
que no fuera demasiado tarde…

Habían pasado algunos minutos desde que Aura había seguido el mapa dibujado por Gabriel.
Y ahora estaba ahí.

El olor a óxido y tierra húmeda inundó sus pulmones en cuanto llegó.
Frente a ella, alzándose en la oscuridad como una bestia dormida, se erguía el laboratorio: un edificio envejecido, con grietas que lo atravesaban como cicatrices antiguas. Las paredes estaban manchadas de hollín y su estructura parecía tan frágil que un suspiro bastaría para derrumbarla.

—¿Qué buscabas aquí, Gabo…? —susurró con el ceño fruncido.

La necesidad de respuestas la empujó a cruzar la entrada.

El interior era peor.

Apenas puso un pie adentro, un temblor interno la recorrió. El aire era denso, pesado, como si cargara los restos de algo que no debería existir. En el suelo, manchas oscuras que parecían sangre seca se esparcían como sombras rígidas. Algunos muros estaban derrumbados; otros, marcados por grietas profundas.

Otra pregunta se sumó a las mil que ya llevaba encima.
¿Qué rayos hacían aquí?

Con cada paso que daba, el laboratorio se volvía más oscuro, más irregular, más inquietante. Era como descender en espiral hacia un secreto que no quería ser descubierto.

Entonces lo escuchó.

Un rugido.
No humano.
No animal.
Un sonido imposible, que vibró en los muros y le heló la sangre de golpe.

El miedo la empujó a retroceder. Aura corrió instintivamente hacia la salida, pero cuando llegó… ya no existía. Los escombros la bloqueaban, como si el lugar hubiese decidido cerrarle el paso.

El temblor volvió. El techo empezó a desprender fragmentos, cayendo a su alrededor mientras buscaba desesperadamente otra salida.

Y allí, frente a ella, la pesadilla tomó forma.

Un ser de piel grisácea, con partes metálicas incrustadas bajo la carne, como si su propio cuerpo hubiera sido remendado a la fuerza. Pedazos de piel enrojecida cubrían placas de metal, y entre las heridas frescas aún brillaban rastros de sangre, algunas viejas, otras nuevas. Respiraba con un sonido húmedo, irregular.



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En el texto hay: traumas, drama, transformaciones

Editado: 12.12.2025

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