Frankenstein

VOLUMEN II Cap. 1

Solo con mucha dificultad recuerdo los primeros instantes de mi existencia. Todos los acontecimientos de aquel período se me aparecen confusos e indistintos. Una extraña sensación me embargaba. Veía, sentía, oía y olía al mismo tiempo, y eso ocurría incluso mucho tiempo antes de que aprendiera a distinguir las operaciones de mis distintos sentidos. Recuerdo que, poco a poco, una luz cada vez más fuerte se apoderó de mis nervios de tal modo que me obligó a cerrar los ojos. Luego la oscuridad me envolvió y me angustió. Pero apenas había sentido esto cuando, abriendo los ojos (o eso supongo ahora), la luz se derramó sobre mí de nuevo. Caminé, creo, y descendí; pero de repente descubrí un gran cambio en mis sensaciones. Antes estaba rodeado de cuerpos oscuros y opacos, inaccesibles a mi tacto o a mi vista; y ahora descubría que podía caminar libremente, y que no había obstáculos que no pudiera superar o evitar. La luz se hizo cada vez más opresiva y como el calor me agotaba cuando caminaba, busqué un lugar donde pudiera haber sombra. Fue en el bosque que hay cerca de Ingolstadt; y allí, junto a un arroyo, me tumbé durante unas horas y descansé, hasta que sentí las punzadas del hambre y la sed. Esto me obligó a levantarme y abandonar mi sueño, y comí algunos frutos del bosque que encontré colgando de los árboles o tirados por el suelo. Sacié mi sed en el arroyo; y luego, volviéndome a tumbar, me embargó el sueño. Ya era de noche cuando me desperté; también sentí frío, y se puede decir que instintivamente casi me asusté al descubrirme

completamente solo. Antes de abandonar vuestros aposentos, como tuve sensación de frío, me había cubierto con algunas ropas; pero eran insuficientes para protegerme de los rocíos de la noche. Era un pobre desgraciado, indefenso y miserable. Ni sabía ni podía comprender nada; pero sintiendo que el dolor invadía todo el cuerpo, me senté y lloré.

Poco después, una hermosa luz fue cubriendo los cielos poco a poco y tuve una sensación de placer. Me levanté y observé una brillante esfera que se elevaba entre los árboles. La miré maravillado. Se movía lentamente; pero iluminaba mi camino, y de nuevo fui a buscar frutos. Todavía estaba aterido cuando, bajo uno de los árboles, encontré una enorme capa con la cual me cubrí, y me senté en la tierra. No había ideas claras en mi mente; todo me resultaba confuso. Sentía la luz, el hambre, la sed y la oscuridad; innumerables sonidos tintineaban en mis oídos, y por todas partes me llegaban distintos olores; lo único que podía distinguir era la luna brillante, y clavé mis ojos en ella con placer. Transcurrieron varios días y noches, y la esfera de la noche ya había menguado mucho cuando comencé a distinguir unas sensaciones de otras. Poco a poco empecé a discernir con facilidad el arroyo claro que me proporcionaba el agua y los árboles que me cubrían con su follaje. Me encantó descubrir por vez primera aquel sonido tan agradable que a menudo halagaba mis oídos, y que procedía de las gargantas de pequeños animales alados que a menudo la luz de mis ojos descubría. También comencé a ver con más precisión las formas que me rodeaban y a comprender las horas de la radiante luz que se derramaba sobre mí. A veces intentaba imitar las agradables canciones de los pájaros, pero me resultaba imposible. A veces deseaba expresar mis sensaciones a mi modo, pero el sonido desagradable e incomprensible que salió de mi garganta me aterró y me devolvió de nuevo al silencio.

La luna había desaparecido de la noche y se volvió a mostrar de nuevo con una forma más pequeña mientras yo aún vivía en el bosque. Por aquel entonces mis sensaciones habían llegado a ser ya bastante claras y mi mente todos los días concebía nuevas ideas. Mis ojos empezaron a acostumbrarse a la luz y a percibir los objetos con sus formas precisas: ya distinguía a los insectos de las plantas y, poco a poco, unas plantas de otras. Descubrí que los gorriones apenas cantaban, salvo unas notas toscas, mientras que las de los mirlos eran dulces y encantadoras. Un día, cuando me hallaba aterido de frío, encontré un fuego que habían abandonado algunos mendigos vagabundos y me embargó un gran placer cuando sentí su calor. En mi alegría, alargué mi mano hacia las brasas vivas, pero rápidamente la aparté con un grito de dolor. Qué extraño, pensé, que la misma causa produjera al mismo tiempo efectos tan contrarios. Estudié con detenimiento la composición del fuego y, para mi alegría, descubrí que salía de la madera. Rápidamente recogí algunas ramas, pero estaban húmedas y no prendieron. Me quedé triste por esto y volví a sentarme para ver

cómo funcionaba el fuego. La madera húmeda que había dejado cerca se fue secando y luego empezó a arder. Pensé en aquello; y tocando las distintas ramas, descubrí la causa y me ocupé de recoger una gran cantidad de madera que yo podría secar y así tendría mucha reserva para el fuego. Cuando vino la noche y con ella trajo el sueño, tuve mucho miedo de que mi fuego pudiera apagarse. Lo cubrí cuidadosamente con madera seca y hojas, y luego puse más ramas húmedas; y luego, extendiendo en el suelo mi capa, me tumbé y caí dormido. Por la mañana me desperté, y mi primera preocupación fue ver cómo estaba el fuego. Lo descubrí y una leve brisa lo avivó y lo prendió. También me fijé en eso y formé un abanico con ramas para avivar las brasas cuando estuvieran a punto de apagarse. Cuando vino la noche otra vez, vi con placer que el fuego daba luz además de calor; y el descubrimiento de este detalle me fue de mucha utilidad también a la hora de comer, porque vi que algunos restos de carne que los viajeros abandonaban habían sido asados y resultaban mucho más sabrosos que los frutos del bosque que yo recogía. Así pues, intenté preparar mi comida de la misma manera, poniéndola en las brasas vivas. Descubrí que los frutos se echaban a perder, pero las nueces mejoraban mucho. La comida, de todos modos, comenzó a escasear y a menudo pasaba todo el día buscando en vano algunas bellotas con las que calmar las punzadas del hambre. Cuando vi que ocurría esto, decidí abandonar el lugar en el que había vivido hasta entonces y buscar otro en el que pudiera satisfacer con más facilidad las pocas necesidades que tenía. Al emprender este viaje, lamenté muchísimo la pérdida de mi hoguera. La había conseguido por medios ajenos y no sabía cómo volverla a hacer. Pensé seriamente en este contratiempo durante varias horas, pero me vi obligado a renunciar a cualquier intento de hacer otra; y, envolviéndome en mi capa, atravesé el bosque y me dirigí hacia donde se pone el sol. Pasé tres días vagando por aquellos caminos y al final encontré el campo abierto. La noche anterior había caído una gran nevada, y los campos estaban blancos y sin hollar; todo parecía desolado, y de pronto comprobé que aquella sustancia blanca que cubría los campos me estaba congelando los pies. Eran alrededor de las siete de la mañana y yo solo suspiraba por conseguir un poco de comida y abrigo. Al final vi una pequeña cabaña que sin duda había sido construida para acoger a algún pastor. Aquello era nuevo para mí, y estudié la estructura de la cabaña con gran curiosidad. Encontré la puerta abierta, y entré. Había un anciano allí sentado, cerca de la chimenea sobre la cual estaba preparándose el desayuno. Se volvió al oír el ruido y, al verme, dio un fuerte alarido y, abandonando la cabaña, huyó corriendo por los campos con una velocidad de la que nadie lo hubiera creído capaz a juzgar por su frágil figura. Su huida me sorprendió un tanto, pero yo estaba encantado con la forma de aquella cabaña. Allí no podían penetrar ni la nieve ni la lluvia; el suelo estaba seco; y aquello me parecía un refugio tan excelente y maravilloso como les pareció el Pandemónium a los señores del



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Editado: 10.01.2021

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