El invierno adelantaba y, desde que desperté a la vida, ya se había cumplido todo un ciclo de estaciones. En aquel entonces mi atención estaba únicamente centrada en mi plan para presentarme en casa de mis protectores. Le di mil vueltas a innumerables planes, pero lo que finalmente decidí fue entrar en su hogar cuando el anciano ciego estuviera solo. Yo era lo suficientemente inteligente para saber que la fealdad anormal de mi persona había sido el principal motivo de horror para aquellos que me habían visto antes. Mi voz, aunque desagradable, no tenía nada de terrible. Así pues, pensé que si podía ganarme la benevolencia del anciano De Lacey, en ausencia de sus hijos, podría tal vez de ese modo conseguir que mis jóvenes protectores me aceptaran.
Un día, cuando el sol brillaba sobre las hojas rojas que alfombraban la tierra y esparcía alegría aunque negaba el calor, Safie, Agatha y Felix salieron a dar un largo paseo por el campo, y el anciano, por su propio gusto, se quedó solo en la casa. Cuando sus hijos se marcharon, él cogió su guitarra y tocó
varias canciones tristes y dulces, más dulces y tristes que todas las que le había oído tocar hasta entonces. Al principio su rostro parecía iluminado de placer, pero, a medida que cantaba, fue adquiriendo un gesto meditabundo y apesadumbrado; luego apartó el instrumento y se quedó absorto en sus pensamientos.
Mi corazón latía muy deprisa. Era la hora y el momento definitivo, en el que se decidirían mis esperanzas. Los criados se habían ido a una fiesta que se celebraba en la vecindad. Todo estaba en silencio, en el interior y alrededor de la casa. Era una ocasión excelente; sin embargo, cuando iba a ejecutar mi plan, me fallaron las piernas y me derrumbé en tierra. Me levanté de nuevo y, reuniendo todo el valor del que fui capaz, aparté los maderos que había colocado delante de mi cobertizo para ocultarme. El aire fresco me reanimó, y con renovada determinación me aproximé a la puerta de la casa. Llamé.
—¿Quién es? —preguntó el anciano—. Adelante… Entré.
—Perdone esta intromisión —dije—. Soy un viajero, y solo necesito descansar un poco. Le estaría muy agradecido si me permitiera quedarme unos momentos junto al fuego.
—Pase —dijo De Lacey—, intentaré buscar el modo de atenderle; pero, desgraciadamente, mis hijos no están en casa y, como yo soy ciego, me temo que me será muy difícil encontrar algo para que pueda comer.
—No se moleste, amable señor —contesté—. Traigo comida; lo único que necesito es un poco de calor y descanso.
Me senté y se hizo el silencio. Sabía muy bien que cada minuto era precioso para mí, sin embargo, permanecí indeciso respecto a la manera de comenzar la conversación, cuando el anciano se dirigió a mí:
—Por su modo de hablar, extranjero, supongo que es usted compatriota mío… ¿Es usted francés?
—No —contesté—, pero fui educado por una familia francesa y solo conozco esa lengua. Ahora voy a solicitar la protección de unos amigos, a quienes aprecio sinceramente y en cuyo favor he depositado todas mis esperanzas.
—¿Son alemanes? —preguntó De Lacey.
—No… son franceses. Pero hablemos de otra cosa… Soy una persona desafortunada y abandonada. Miro a mi alrededor y no tengo parientes ni amigos en este mundo. Esas buenas gentes a quienes voy a visitar nunca me han visto y saben muy poco de mí. Me embargan mil temores; porque si fracaso, ya siempre seré un desheredado en este mundo.
—No desespere —dijo el anciano—. Verdaderamente es triste no tener amigos: pero los corazones de los hombres, cuando no tienen prejuicios fundados en el egoísmo, siempre están llenos de amor fraternal y caridad. Así pues, tenga fe en sus esperanzas; y si esos amigos son buenos y amables, no desespere.
—Son muy buenos —contesté—. Son las mejores personas del mundo, pero, desgraciadamente, están predispuestos contra mí. Yo tengo buenas intenciones; amo la virtud y el conocimiento; hasta ahora no he hecho daño a nadie y en alguna medida he beneficiado a otros; pero un prejuicio fatal nubla sus ojos; y, donde deberían ver a un amigo sensible y bueno, solo ven un monstruo detestable.
—Es verdaderamente lamentable —contestó De Lacey—, pero si usted es de verdad inocente, ¿no puede desengañarlos?
—Estoy a punto de intentar llevar a cabo esa tarea. Y es por esa razón por la que me siento abrumado por tantos temores. Aprecio mucho a esos amigos; no lo saben, pero durante muchos meses les he hecho algunos favores en sus tareas cotidianas; pero ellos creen que yo quiero hacerles daño, y es ese prejuicio el que deseo vencer.
—¿Dónde viven esos amigos? —preguntó De Lacey.
—Cerca de aquí… en este lugar.
El anciano se detuvo un instante y luego añadió:
—Si usted quisiera confiarme abiertamente los detalles, quizá podría intentar desengañarlos. Soy ciego y no puedo juzgar su aspecto, pero hay algo en sus palabras que me asegura que es usted sincero. Yo soy pobre, y vivo en el exilio, pero será para mí un verdadero placer ser de alguna ayuda a cualquier ser humano.
—¡Qué buen hombre! —exclamé—. Acepto su ofrecimiento y se lo agradezco mucho. Me infunde usted nuevos ánimos con su amabilidad, y espero que no me aparten de la compañía y la comprensión de mis semejantes.
—¡Que el Cielo no lo permita…! Ni aunque usted fuera un verdadero criminal… porque eso solo podría conducirle a usted a la desesperación, y no incitarlo a la virtud. También yo soy desafortunado. Mi familia yo y hemos sido condenados, aunque somos inocentes: juzgue, pues, si no he de comprender sus infortunios.