Inmediatamente me condujeron ante el magistrado, un hombre anciano y benévolo de gestos tranquilos y afables. De todos modos, me observó detenidamente con cierta severidad; y luego, dirigiéndose a las personas que me habían llevado hasta allí, preguntó quiénes habían sido testigos en aquella ocasión. Alrededor de una docena de hombres dieron un paso al frente; y cuando el magistrado señaló a uno, este dijo que había estado toda la noche anterior pescando con su hijo y su cuñado, Daniel Nugent, y que entonces, hacia las nueve de la noche, vieron que se levantaba una fuerte marejada del norte, y que, por tanto, pusieron rumbo a puerto.
Era una noche muy oscura, porque no había luna; no atracaron en el puerto, sino, como era su costumbre, en una cala que se encontraba unas dos millas más abajo. Él se adelantó llevando parte de los aparejos de pesca, y sus compañeros le seguían a cierta distancia. Mientras iba caminando por la arena, tropezó con algo y cayó en tierra todo lo largo que era; sus compañeros fueron a ayudarle y a la luz de los faroles descubrieron que se había caído sobre el cuerpo de un hombre que, según todas las apariencias, estaba muerto.
Su primera suposición fue que se trataba del cadáver de alguna persona que se había ahogado y que había sido arrojado a la orilla por las olas. Pero, después de examinarlo, descubrieron que las ropas no estaban mojadas y que el cuerpo ni siquiera estaba frío todavía. Enseguida lo llevaron a casa de una anciana que vivía cerca del lugar e intentaron, en vano, devolverle la vida. Parecía un joven apuesto, de unos veinte años de edad. Al parecer había sido estrangulado, porque no había señales de violencia, excepto la marca negra de unos dedos en su cuello.
La primera parte de aquella declaración no tenía el menor interés para mí; pero cuando se mencionó la marca de los dedos, recordé el asesinato de mi hermano y me puse muy nervioso; comencé a temblar y se me nubló la vista, lo cual me obligó a apoyarme en una silla para sostenerme; el magistrado me observó con mirada penetrante y, desde luego, extrajo una impresión desfavorable de mi comportamiento.
El hijo confirmó el relato del padre. Pero cuando se le preguntó a Daniel Nugent, este juró con toda seguridad que, justo antes de que se cayera su compañero, vio un barco con un hombre solo en él, a corta distancia de la orilla; y, por lo que pudo ver a la luz de las estrellas, era el mismo barco en el que yo había llegado a tierra.
Una mujer declaró que vivía cerca de la playa y que estaba a la puerta de su casa esperando el regreso de los pescadores; alrededor de una hora antes de que supiera del descubrimiento del cuerpo, vio un barco, con un hombre solo, que se alejaba de la parte de la costa donde posteriormente se había encontrado el cadáver.
Otra mujer confirmó el relato según el cual era cierto que los pescadores habían llevado el cuerpo a su casa. No estaba frío, y lo pusieron en una cama y le dieron friegas, y Daniel fue al pueblo a buscar al boticario, pero el joven ya estaba sin vida.
Se preguntó a otros hombres a propósito de mi llegada, y todos estuvieron de acuerdo en que, con el fuerte viento del norte que se había levantado durante la noche, era muy probable que yo hubiera estado zozobrando durante muchas horas y, finalmente, me hubiera visto obligado a regresar al mismo punto del que había salido. Además, señalaron que parecía como si yo hubiera traído el cadáver de otro lugar; y era muy probable que, como al parecer no conocía la costa, pudiera haber entrado en el puerto sin saber la distancia que había desde el pueblo de *** hasta el lugar donde había abandonado el cadáver.
El señor Kirwin, al oír aquella declaración, ordenó que me llevaran a la sala donde habían depositado el cuerpo provisionalmente, para que pudiera observarse qué efecto me causaba la visión del mismo. Probablemente el gran nerviosismo que yo había mostrado cuando se había descrito cómo se había cometido el asesinato fue la razón por la que se propuso semejante procedimiento. Así pues, el magistrado y algunas personas más me condujeron a la posada. No pude evitar sorprenderme ante las extrañas coincidencias que habían tenido lugar durante aquella azarosa noche; pero sabiendo que, a la hora en que se había hallado el cuerpo, yo había estado hablando con varias personas en la isla en la que estaba viviendo, me encontraba perfectamente tranquilo respecto a las consecuencias del caso.
Entré en la sala donde yacía el cadáver y me condujeron hasta el ataúd. ¿Cómo describir lo que sentí…? Aún me siento morir de horror, y no puedo siquiera pensar en aquel terrible momento sin sentir escalofríos y una horrible angustia que solo ligeramente me recuerda los espantosos tormentos que sufrí cuando lo reconocí. El juicio, la presencia del magistrado y los testigos pasaron como un sueño por mi mente cuando vi el cuerpo sin vida de Henry Clerval tendido ante mí. Jadeé buscando aire; y, arrojándome sobre el cuerpo, exclamé:
—Mi querido Henry… ¿también a ti te han arrebatado la vida mis criminales maquinaciones? Ya he matado a dos personas;
otras víctimas esperan su turno. Pero tú… Clerval, mi amigo, mi buen amigo…
Mi cuerpo no pudo soportar durante más tiempo el agónico sufrimiento que estaba soportando y me sacaron de la sala entre horribles convulsiones.
La fiebre vino después. Durante dos meses estuve al borde de la muerte. Mis delirios, como supe después, eran espantosos. Me acusaba a mí mismo de ser el asesino de William, de Justine y de Clerval. A veces les pedía a mis cuidadores que me ayudaran a destruir al ser diabólico que me atormentaba; y, en otras ocasiones, sentía cómo los dedos del monstruo se aferraban a mi garganta y daba alaridos de angustia y terror. Afortunadamente, como yo hablaba en mi lengua natal, solo el señor Kirwin pudo entenderme. Pero mis gestos y mis alaridos de amargura fueron suficientes para aterrorizar a los otros testigos.