Al principio, era fácil culparlos a ellos. Los observaba desde la distancia, convencida de que su rigidez era el veneno; que sus cuevas, selladas por el miedo al mañana, eran prisiones que ellos mismos habían construido. Los veía amontonarse en su camada, asfixiándose en un lenguaje que solo ellos entendían, cerrando las grietas para que nadie —especialmente yo— pudiera profanar su quietud.
Pero el tiempo es un juez implacable. El viento, ese que no pide permiso, terminó por barrer la niebla de mi soberbia. Y en la claridad desnuda de la soledad, surgió la pregunta que me heló la sangre: ¿Era yo la verdadera extraña? ¿Fueron ellos quienes cerraron la puerta, o fui yo quien, con mis silencios y mis juicios, levanté el muro antes de que pudiera alcanzarme? ¿Fui yo quien apartó las manos de quienes, alguna vez, intentaron elegirme?
La historia se convirtió en un eco, una repetición agotada de rostros distintos con el mismo final. Cambié de piel, cambié de hábitos, libré guerras sangrientas por un palmo de tierra donde echar raíces, pero el resultado fue siempre el mismo: nadie supo elegirme sin que le temblara el pulso. Nunca fui la primera opción, solo una posibilidad que se diluiría ante la duda.
Hoy camino sin rumbo, con el peso de un destino que ya no peleo. La fe se me escapó entre los dedos como arena seca; ya no sé si queda algo divino en este cielo mudo. Busco una falla en mi sistema, un error genético, un temblor que sacuda los cimientos de mi alma y me obliga, por fin, a transformarme en algo que no duela tanto. Me entierro en mi propio silencio. Dejó de escuchar el ruido del mundo y cerró los ojos ante el sol. Ya no hay lucha, solo la lucidez amarga de comprender que, gota a gota, me estoy desvaneciendo hasta volverme invisible.
Editado: 28.12.2025