Tres horas.
Eso fue lo que tardó Enzo Lorien en dejar atrás su ciudad, su rutina, y los recuerdos que aún se aferraban a él como hilos invisibles.
El coche estaba cargado hasta el techo: cajas con telas, percheros desmontados, bocetos enrollados con cinta, y una pequeña planta que se negaba a morir, como él.
La carretera serpenteaba entre campos dorados y pueblos que parecían detenidos en el tiempo. Enzo no miraba mucho por la ventana. Prefería concentrarse en lo que venía: su nueva tienda, su nuevo comienzo.
Lorien Diseñador.
Su nombre, su marca, su apuesta.
Al llegar a la ciudad, lo primero que hizo fue estacionar frente al local. El cartel recién instalado brillaba con orgullo.
Entró.
El aire olía a madera nueva y a papel.
Las cajas estaban apiladas en orden, los maniquíes aún cubiertos con fundas de tela, y el mostrador esperaba su primer cliente.
Pasó allí un par de horas desempacando lo esencial: catálogos, cintas métricas, libretas de pedidos, y una caja con botones que había heredado de su abuela.
No encendió la música.
Solo el sonido de sus pasos y el crujido del cartón llenaban el espacio.
Cuando el cansancio lo venció, se dirigió a su apartamento.
La casa era algo discreta, pero era bonita y acogedora.
Allí, entre cajas de cocina, ropa sin doblar y una cafetera que aún no sabía si funcionaba, Enzo se dejó caer en el sofá.
No pensó en vecinos.
Solo quería dormir.
El día siguiente comenzó con luz filtrándose entre las cortinas.
Enzo se levantó temprano, se duchó, se vistió con su camisa favorita, blanca, de lino, con cuello abierto y caminó hacia la tienda.
Leo, su ayudante, ya estaba allí, organizando los catálogos con precisión casi obsesiva.
—¿Dormiste bien? —preguntó Leo sin levantar la vista.
—Como una piedra —respondió Enzo, mientras encendía las luces del escaparate.
La mañana comenzó tranquila.
Una pareja entró a curiosear vestidos.
Una mujer pidió cita para probarse un traje de gala.
Todo iba bien… hasta que entró una señora con un gato en brazos.
—Hola, ¿Aquí ponen vacunas? —preguntó, mirando alrededor.
Enzo parpadeó.
—¿Perdón?
—¿No es la clínica Norien? Me dijeron que estaba justo aquí.
—No. Esto es una boutique de diseño.
La señora se disculpó y salió.
Minutos después, otra persona entró con un perro pequeño.
Y luego otra, preguntando por análisis de sangre.
Enzo salió a la calle, molesto, y alzó la vista.
Ahí estaba.
Justo enfrente.
Norien Clínica Veterinaria.
Su apellido, con una sola letra de diferencia.
¿Una coincidencia? ¿Una broma del universo?
La tarde siguió con más clientes, más vestidos, y una reserva para una boda en primavera.
Leo se encargó de los detalles mientras Enzo intentaba no pensar en el cartel de enfrente.
Cuando el último cliente se fue, Enzo se quitó el blazer, se despidió de Leo, y cruzó la calle.
La veterinaria tenía un aroma a desinfectante y lavanda.
El mostrador estaba impecable, y detrás de él, un chico de cabello claro revisaba unos papeles.
—¿Esto es algún tipo de plan? —dijo Enzo, sin saludar.
El chico levantó la vista.
Ojos azul oscuro, expresión tranquila, bata verde.
—¿Perdón?
—¿Norien? ¿Justo enfrente de Lorien? ¿Es una broma?
El veterinario frunció el ceño.
—Me llamo Julien. Jules solo lo usan mis amigos. Y tú... no lo eres.
Enzo se quedó en silencio por un segundo.
No sabía si reír o gritar.
—Pues encantado, Julien. Soy Lorenzo, Enzo, pero solo lo usan mis amigos. Y tú tampoco lo eres.
Julien lo miró sin cambiar de expresión.
—¿Algo más?
Enzo apretó los labios.
—Solo quería saber si esto era casualidad o estrategia.
—Es casualidad. Y si te molesta, puedes cerrar las cortinas.
Enzo giró sobre sus talones y salió sin decir más.
Al llegar a casa, lo primero que hizo fue mirar por la ventana.
Y ahí estaba.
Julien, en su balcón, regando una planta.
Enzo bajó la persiana.
Con fuerza.