La mañana amaneció con un frío que parecía meterse por las costuras. El cielo, gris y espeso, dejaba caer una llovizna tan fina que más que mojar, parecía flotar en el aire. Enzo se ajustó la bufanda mientras cerraba la puerta de su apartamento y revisaba que llevaba la libreta de bocetos bajo el brazo. No importaba que fuera lunes, que apenas hubiera dormido o que todavía sintiera un nudo en el estómago cuando pensaba en su ex; el mundo seguía girando y la boda de Dalane no se iba a planificar sola, menos la de Andrea.
Leo lo esperaba en la esquina, con un café desechable en la mano y un gesto de "apúrate" que Enzo fingió no ver.
—Mañana gris, cara gris —dijo Leo con una media sonrisa—. No me digas que hoy también amaneciste pensando en el señor de enfrente.
—No pienso en él —replicó Enzo, aunque sabía que la frase sonaba tan creíble como un gato prometiendo no arañar el sofá—. Pienso en trabajo. En telas. En cómo hacer que Dalane no cambie de idea sobre el color del vestido cada dos horas y en como intentar planificar la boda de Andrea.
Leo rió, esa risa que parecía un tambor suave.
—Perfecto, entonces tomemos un café antes de que empieces a morder a los clientes.
La cafetería de la esquina era un lugar cálido, con vitrinas repletas de pasteles y olor a café recién molido que se escapaba por la puerta cada vez que alguien entraba. Enzo aceptó la idea. Un café le vendría bien y, para ser honesto, necesitaba sentarse un momento y anotar las ideas que le habían venido a la mente en la ducha.
Al otro lado de la ciudad, o mejor dicho, a pocos centímetros, Jules Norien también salía de su casa, con el abrigo abrochado hasta el cuello. La máquina de café de la clínica se había declarado en huelga esa mañana, dejando a Jules frente a la desagradable posibilidad de trabajar con sueño. Clara, su ayudante, lo había convencido de pasar por la misma cafetería antes de abrir.
—Tú con sueño eres como un bulldog sin siesta —bromeó Clara mientras caminaban—. Además, necesito un croissant.
—No recuerdo haberte contratado como crítica de mi humor matutino.
—No lo recuerdas porque estabas de mal humor ese día también —respondió ella, guiñándole un ojo.
La campanilla de la puerta sonó cuando entraron, y el calor del lugar los envolvió de inmediato. Jules respiró hondo. El olor a café siempre le parecía un bálsamo.
Enzo y Leo ya estaban en la fila cuando Jules y Clara entraron. La coincidencia fue inmediata. Un cruce de miradas que duró apenas un segundo, pero que cargó la sala con una tensión invisible.
Leo, siempre observador, arqueó una ceja y murmuró en voz baja:
—El veterinario.
—Gracias por informarme, Sherlock —respondió Enzo, manteniendo la vista fija en la pizarra de menús como si la elección entre capuchino y latte fuera un asunto de Estado.
Jules, por su parte, fingió no notar nada. Se colocó detrás de ellos en la fila y se concentró en Clara, que ya estaba preguntando si había muffins de arándanos.
La cafetería estaba más llena de lo habitual y, cuando llegó el momento de sentarse, el destino, o la malicia del universo, decidió que las dos únicas mesas libres estaban pegadas. Una junto a la ventana, la otra justo al lado.
Leo se acomodó frente a Enzo, desplegando un pequeño catálogo que había traído para discutir telas. Clara y Jules se sentaron en la mesa contigua, con solo una separación simbólica de menos de un metro.
El murmullo de la cafetería se mezclaba con el sonido del vaporizador de la máquina de espresso.
—Mira esto —dijo Leo, pasando una página del catálogo—. Seda italiana para el vestido, y podríamos hacer algo con lino para los trajes masculinos.
Enzo asintió, aunque su mirada se desviaba de vez en cuando hacia la mesa vecina. Jules estaba revisando algo en su móvil, el ceño levemente fruncido, mientras Clara hablaba animadamente sobre… ¿Leo?
—Te juro que ese chico de la boutique es un encanto —decía Clara—. El ayudante, digo. Creo que se llama Leo. Nunca hemos hablado mucho, pero no sé, tiene algo.
Enzo intentó concentrarse en su dibujo, pero escuchó su propio nombre en la conversación ajena y levantó la vista.
—¿Leo, eh? —preguntó Jules, con un tono neutro, aunque su mirada permanecía fija en la taza de café.
—Sí. Y no pongas esa cara. No estoy diciendo que me voy a casar, solo que es guapo —replicó Clara, dándole un sorbo a su café con crema.
Leo, al escuchar su nombre desde la otra mesa, ladeó la cabeza.
—Creo que tu ayudante me está tirando indirectas —susurró a Jules.
—No es indirecta si lo dice en voz alta y a un metro de distancia —contestó Enzo, mordiendo el lápiz para no sonreír.
Entonces ocurrió el pequeño accidente. Clara, gesticulando mientras hablaba, golpeó sin querer su taza y un chorro de café se derramó sobre la mesa.
—¡Ay, no! —exclamó, intentando apartar los papeles de Jules antes de que se mojaran.
Enzo, sin pensar, se levantó, tomó unas servilletas de su mesa y se las pasó.
—Toma, antes de que llegue al suelo.
Clara le dedicó una sonrisa genuina.
—Gracias, Enzo.
Jules levantó la vista, observando el gesto. Sus ojos se encontraron un instante. Ninguno sonrió, pero tampoco apartó la mirada de inmediato. Fue uno de esos silencios que parecen más largos de lo que son.
Leo carraspeó.
—Bueno, yo digo que pidamos un pastel de limón antes de que alguien más lo derrame.
La tensión se diluyó un poco con las risas suaves que siguieron, aunque nadie mencionó directamente el momento.
Cuando terminaron, Clara y Leo se levantaron primero.
—Nos vemos —dijo Clara, con una mirada fugaz hacia Leo antes de salir.
Enzo y Jules se quedaron unos segundos más, pagando cada uno por su cuenta. Luego, al salir a la calle, se encontraron caminando en la misma dirección.
Al principio no dijeron nada. El aire frío formaba pequeñas nubes con su aliento.