Era temprano, mucho antes de que la ciudad despertara del todo. La luz filtrada por las cortinas de la casa de Enzo creaba un juego de sombras en las paredes, y Leo estaba en la cocina, hurgando entre tazas y una caja de galletas mientras comentaba algo sobre los arreglos que tenía que hacer en su propia casa. Esa semana estaría viviendo temporalmente con Enzo, aprovechando que necesitaba que alguien vigilara su apartamento mientras trabajaba en pequeñas reparaciones.
—Creo que voy a dejar la tubería del baño para mañana —dijo Leo, masticando una galleta. —No quiero que se me inunde todo mientras duermo.
Enzo, sentado en el sofá con un cuaderno de bocetos sobre las piernas, apenas levantó la mirada. Estaba inmerso en nuevos diseños, trazando líneas para vestidos de boda y algunos trajes masculinos, pensando en cómo combinar telas y cortes de manera elegante y moderna.
De repente, un grito agudo y desesperado rompió la tranquilidad.
Maullidos.
Enzo levantó la vista de golpe, los ojos buscando el origen del sonido. No fue difícil: detrás de su jardín, sobre una rama alta de un roble, un pequeño gato gris estaba atrapado, sus patitas temblando y sus maullidos llenos de miedo.
—¡Dios! —exclamó Enzo, dejando caer el cuaderno sobre la mesa—. ¡Leo, ese gato necesita ayuda!
—Tranquilo, puedo ir —dijo Leo, pero Enzo ya estaba calzándose las zapatillas y agarrando una chaqueta ligera—. No, necesito ir yo. Quizá tenga más sentido.
—Solo… no te caigas, ¿vale? —respondió Leo, preocupado pero incapaz de seguirlo al aire libre tan rápido.
Enzo salió al jardín, evaluando la altura del árbol y el temblor de las ramas. Respiró hondo y, sin pensarlo demasiado, se acercó al portón de la casa de Jules, justo al otro lado de la calle. Tocar el timbre le pareció lo más natural: necesitaba ayuda de un veterinario.
Jules abrió la puerta con la bata todavía manchada de un poco de desinfectante. El azul de sus ojos se entrecerró al reconocer al vecino de enfrente.
—¿Qué pasa? —preguntó, con un dejo de irritación contenida.
—Un gato, está atrapado en un árbol detrás de mi casa. Necesito que lo veas, no puedo bajarlo solo. —Enzo señaló hacia la rama que se movía con el viento.
Jules frunció el ceño y suspiró, podía haberlo ignorado, pero algo en la urgencia de Enzo lo hizo reaccionar.
Mientras se acercaban al árbol, Jules no pudo evitar observar cómo Enzo hablaba al gato con suavidad, intentando calmarlo desde abajo:
—Tranquilo gatito, vamos a bajarte. Ya verás que no pasa nada.
Jules sentía una extraña mezcla de sorpresa y ternura. Nunca había visto a Enzo así: calmado, paciente y extremadamente cuidadoso.
—Súbete aquí —indicó Jules, extendiendo una mano mientras escalaba la rama más baja—. Con cuidado…
El gato se movió de repente, asustado, y Jules perdió el equilibrio por un instante. La sensación de caída fue casi inmediata, pero antes de que sus pies tocaran el suelo, Enzo lo sostuvo por el brazo y lo estabilizó.
—¡Gracias! —jadeó Jules, recuperando el equilibrio.
Enzo simplemente asintió, pero no podía quitar la vista del pequeño gato que ahora se acurrucaba temblando entre sus brazos. Jules, al ver la forma en que Enzo acariciaba al animal, sintió una punzada en el pecho, algo que no esperaba. La manera en que hablaba suavemente, la delicadeza con la que movía las patitas del gato, lo impresionó profundamente.
—Creo que está lastimado —dijo Jules, revisando con cuidado. Tenía un pequeño rasguño en la pata y un golpe en un costado.
—Puedo llevarlo a mi casa si quieres —propuso Enzo—. Podríamos revisarlo mejor, darle algo de comida y agua.
Jules dudó un segundo, pero al ver la expresión determinada de Enzo y la ternura con la que sostenía al gato, asintió.
—Está bien, pero te quedas tú con el gato mientras lo curo.
De vuelta en la casa de Enzo, Leo se acercó curioso, preguntando por el rescate mientras veía a Jules y al gato.
—Es adorable —murmuró Leo, acariciando la cabeza del animal.
Jules se quedó quieto, observando. La forma en que Enzo hablaba al gato, cómo lo arropaba con cuidado y le daba pequeños mordiscos de comida mientras el animal se relajaba, lo impactó.
—Nunca pensé que alguien pudiera… —comenzó Jules, pero calló al ver que Enzo lo miraba—. Bueno, es un buen cuidado.
El resto de la mañana transcurrió entre revisiones, pequeñas curas y juegos con el gato. Jules, que generalmente mantenía la distancia con los demás, no pudo evitar acercarse y participar. Cada vez que Enzo acariciaba al gato, cada vez que el gato maullaba satisfecho, Jules sentía algo nuevo en su interior.
—Creo que voy a quedarme con él —dijo Enzo finalmente, mirando al gato que ahora dormía sobre su brazo—. Se adapta bien aquí.
Jules asintió, sorprendido de sí mismo. No podía explicar la sensación de calma y curiosidad que lo invadía al ver a Enzo cuidar al animal. No era solo el gato… había algo en la manera de ser de Enzo que lo había atrapado.
—Está bien —dijo finalmente—. Pero espero que le pongas un nombre.
—Ya lo tiene —sonrió Enzo—. Se llama Nimsu.
Leo rió, acariciando la cabeza del gato otra vez.
—Nimsu… suena perfecto.
Jules no respondió, solo observó en silencio. Había algo en esa escena que no esperaba: Enzo, tan atento y delicado, y un pequeño gato que parecía unirlos de manera inesperada.
El sol ya comenzaba a iluminar las calles, y mientras los tres, Enzo, Jules y Leo, miraban a Nimsu acurrucado, Jules pensó que tal vez la vida tenía formas curiosas de acercar a las personas, incluso a través de un pequeño gato atrapado en un árbol.