Leo había estado nervioso desde la mañana. Tanto, que se había cambiado de camisa tres veces antes de decidirse por una azul oscuro que, según él, sacaba el color de sus ojos. Clara lo esperaba frente al restaurante, elegante pero sin ostentación, con un vestido suave en tonos crema y una sonrisa que parecía borrar cualquier resto de inseguridad que él pudiera tener.
—Llegas puntual —comentó ella, con ese tono medio burlón que ya se había vuelto costumbre.
—No podía llegar tarde, no hoy —respondió Leo, ofreciéndole su brazo.
El restaurante tenía un ambiente íntimo: luz tenue, música de fondo apenas perceptible, y las mesas separadas lo suficiente para dar sensación de privacidad. Hablaron de todo y de nada: anécdotas del trabajo, chistes malos, recuerdos de infancia. Clara se reía con facilidad, y Leo empezaba a pensar que ese sonido se estaba convirtiendo en uno de sus favoritos.
Después de cenar, él sugirió un paseo. La noche estaba fresca, y el parque junto al río ofrecía un camino iluminado por farolas antiguas. El agua reflejaba las luces de la ciudad como si fueran estrellas caídas, y el murmullo del río acompañaba cada paso.
Al llegar a un pequeño embarcadero de madera, vieron a un grupo de patos acercarse con curiosidad. Clara sonrió, y sin pensarlo, Leo compró una pequeña bolsa de maíz que vendía un anciano cerca. Se sentaron en el borde, lanzando granos al agua mientras los patos nadaban a su alrededor.
Fue entonces cuando Leo sintió que el momento era perfecto.
—Clara… —empezó, jugando con un grano de maíz entre los dedos—, no quiero que esto sea solo una cita.
Ella lo miró, la sonrisa aún en los labios.
—¿Ah, no? ¿Entonces qué quieres que sea?
Leo tragó saliva, pero no apartó la mirada.
—¿Quieres salir conmigo? Cómo pareja...
Clara parpadeó, y luego su sonrisa se amplió, genuina y cálida.
—Pensaba que nunca lo ibas a decir. Claro que sí, Leo.
Se quedaron un rato más en silencio, observando a los patos y escuchando el sonido del agua. De vez en cuando, sus manos se rozaban, y no tardaron en entrelazarse.
Cuando regresaron, no hubo necesidad de despedidas largas. Ambos sabían que aquello no era un final, sino el comienzo de algo nuevo.