El sol apenas despuntaba sobre los tejados cuando Enzo abrió los ojos. Nimsu, como era habitual, ya no estaba en la cama: el gato se había convertido en un experto en colarse por la rendija de la ventana y desaparecer al amanecer, para terminar siempre en la casa de Jules. Enzo suspiró, resignado, y se levantó con pereza. El sonido de la cafetera llenando la cocina lo acompañó mientras repasaba mentalmente su agenda del día. Tenía una reunión con una novia nerviosa que quería cambiar medio diseño a dos semanas de la boda, y un par de pruebas de vestido con clientes que no podían decidirse.
—Un día normal —murmuró, aunque no sonaba convencido.
Mientras bebía el primer sorbo de café, miró la libreta de bocetos que había dejado abierta sobre la mesa. Allí, entre diseños de encajes y corbatas, había un garabato distraído: un pequeño dibujo de Nimsu con los ojos cerrados. Se descubrió sonriendo y negó con la cabeza, como si quisiera reprocharse la distracción.
En la clínica veterinaria, Jules también comenzaba su jornada. Clara ya estaba en la recepción, organizando citas y respondiendo llamadas, mientras él preparaba los instrumentos para una revisión programada. Hari y los gatitos le daban vueltas en la mente: había pasado la noche en vela más de una vez, comprobando que todos respiraran bien, que se alimentaran y que Hari no mostrara señales de agotamiento.
Leo, que había llegado temprano, se asomó al despacho con una sonrisa.
—¿Otra vez con ojeras?
Jules le lanzó una mirada cansada.
—Si tú tuvieras cinco recién nacidos bajo tu responsabilidad, tampoco dormirías.
—Pero no son tuyos —respondió Leo.
—A veces siento que sí.
La conversación se cortó cuando entró la primera paciente del día: una perrita anciana con problemas de articulaciones. Jules se sumergió en su trabajo, aunque en el fondo sabía que lo esperaba un día aún más agotador.
Esa tarde, Enzo apareció en la clínica con Nimsu en brazos. Llevaba puesto un abrigo claro, elegante como siempre, y una expresión de ligera incomodidad.
—No vengo como cliente, sino como vecino preocupado.
Jules dejó lo que estaba haciendo y lo miró con paciencia.
—Déjame adivinar. Nimsu otra vez en tu taller, caminando sobre los vestidos.
—Exacto —replicó Enzo con un suspiro—. Y no solo eso, creo que se siente demasiado cómodo en mi casa.
Clara sonrió desde recepción.
—Eso suena a que Nimsu ya escogió su segundo hogar.
La frase quedó flotando en el aire, y Enzo la captó demasiado bien. Miró a Jules, que parecía esquivar el tema con un gesto de indiferencia.
—Tal vez deberíamos hablar de eso —dijo finalmente Enzo.
Jules frunció el ceño.
—¿Hablar de qué?
—De los gatos. De si deberían quedarse con nosotros.
Jules se quedó en silencio unos segundos. Miró a Nimsu, que lo observaba con calma, como si entendiera la conversación. Después, desvió la vista hacia Enzo.
—¿Con nosotros?
Enzo aclaró la garganta, un poco incómodo.
—Me refiero a que tú y yo vivimos puerta con puerta. Ya estamos compartiendo responsabilidades con Hari y los pequeños. ¿No tendría más sentido que los cuidáramos juntos?
El corazón de Jules dio un vuelco que no quiso admitir. Se obligó a mantener el gesto serio.
—Normalmente, los gatitos se dan en adopción cuando crecen.
—Lo sé —dijo Enzo rápidamente—, pero ¿no te parece cruel separarlos? Ya tienen una familia aquí. Tú los cuidas con toda esa atención, y yo bueno, intento que Nimsu no destruya mis telas.
Jules casi sonrió, pero se contuvo. Se inclinó sobre la mesa para acariciar al gato.
—Supongo que no es una idea tan descabellada.
El silencio que siguió fue incómodo y cálido a la vez. Ambos desviaron la mirada al mismo tiempo, fingiendo estar más interesados en Nimsu que en lo que acababan de insinuar.
Los días siguientes confirmaron la teoría: Hari y los gatitos pasaban horas en la clínica, vigilados por Jules, pero al caer la tarde solían terminar en la casa de Enzo. A veces Jules cruzaba con ellos en brazos; otras, Nimsu se las ingeniaba para abrir puertas y guiar a su familia felina al otro lado.
Una tarde de sábado, Enzo estaba dibujando en su taller cuando escuchó un leve maullido. Se giró y vio a Jules entrando con una caja donde dormían tres de los gatitos. Hari los seguía de cerca, tranquila.
—Se negaron a dormir si no era contigo —explicó Jules, con un encogimiento de hombros.
Enzo dejó el lápiz y, sin darse cuenta, sonrió con ternura.
—Supongo que ya saben dónde está su segundo hogar.
Jules lo observó en silencio unos segundos más de la cuenta. Había algo en la manera en que Enzo acomodaba a los pequeños, con movimientos cuidadosos y una paciencia que no habría imaginado en él. Aquella imagen lo desarmó un poco.
—Nunca pensé que fueras bueno con los animales —admitió.
—Y yo nunca pensé que sería vecino de un veterinario gruñón —replicó Enzo con una media sonrisa.
Jules bufó, pero no pudo evitar reírse suavemente. Esa risa, inesperada, hizo que Enzo lo mirara más tiempo del que debía. Por un instante, el ruido del taller y el murmullo de la calle desaparecieron. Solo estaban ellos y los pequeños gatos dormidos.
Las rutinas se entrelazaron poco a poco. Jules pasaba a la tienda al final de la jornada para recoger a Hari y a los gatitos, o Enzo aparecía en la clínica con Nimsu en brazos, que había vuelto a escaparse. Las conversaciones entre ambos eran breves, a veces sarcásticas, pero cada día parecían menos tensas.
Esa misma noche, al llegar a casa, Jules encontró a Nimsu esperándolo en la puerta. El gato maulló y entró sin permiso, como si la casa fuera suya. Jules lo dejó hacer y, mientras observaba cómo se acomodaba junto a Hari y los pequeños, pensó que, quizás, Enzo tenía razón: no había por qué separarlos.
Y entonces, sin quererlo, se preguntó qué significaba exactamente "nosotros" cuando lo decía.