Era sábado, y la mañana se desplegaba tranquila sobre el vecindario. Jules había pensado en dormir un poco más, pero un coro de maullidos lo sacó de la cama. Hari, con la barriga ya más desinflada tras el parto, pedía su desayuno con una mirada exigente; los gatitos se enredaban entre sus piernas, tambaleándose con torpeza infantil. Nimsu, como siempre, estaba allí también, pidiendo su parte.
Jules sonrió, sin poder evitarlo.
—Ya veo quién manda aquí.
Mientras llenaba los platitos con comida húmeda y agua fresca, se detuvo a observarlos. Los pequeños se abalanzaron sobre el alimento, mientras Hari los vigilaba como una madre paciente y Nimsu intentaba robar bocado de cada plato. Era un caos tierno, uno que llenaba la casa de vida.
Por primera vez en mucho tiempo, Jules sintió un calor diferente en el pecho. No el vacío amargo que Jenna había dejado, ni la sensación de rutina solitaria. Era algo más suave, más cálido.
Se sentó en el sofá, mirando cómo jugaban entre ellos, y murmuró casi en voz baja:
—No voy a darlos en adopción. Me tienen atrapado.
El timbre sonó y, sin sorpresa, Jules abrió la puerta para encontrarse con Enzo, vestido de forma más relajada que en los días de trabajo: un jersey de punto claro, vaqueros oscuros, el cabello un poco desordenado. En sus manos llevaba una bandeja con panecillos recién horneados de la cafetería de la esquina.
—Pensé que podríamos desayunar juntos.
Jules arqueó una ceja.
—¿Vienes con sobornos para ver a los gatos, verdad?
—Tal vez —respondió Enzo, entrando sin esperar demasiada invitación.
Nimsu corrió hacia él con entusiasmo, frotándose contra sus piernas. Hari levantó la cabeza, vigilante pero tranquila, y los gatitos continuaron jugando sin prestar mucha atención. Jules sirvió café mientras Enzo dejaba los panecillos en la mesa. El ambiente era sorprendentemente doméstico.
—Parece que ya tienes una familia entera aquí —comentó Enzo, mirando a los pequeños.
Jules se quedó en silencio unos segundos, observando la escena.
—He decidido no darlos en adopción.
Enzo lo miró, sorprendido.
—¿En serio?
—Sí —afirmó, con una convicción que lo sorprendía incluso a él mismo—. No podría separarlos. Ni de Hari, ni de Nimsu. Y tampoco de mí.
Enzo lo observó en silencio, y Jules, por primera vez en mucho tiempo, se permitió mantener esa mirada.
—Entonces los criaremos juntos —dijo Enzo al fin, como si fuera lo más natural del mundo.
El resto del día transcurrió en una rutina compartida que ninguno había planeado, pero que se sintió inevitable. Después del desayuno, Jules y Enzo llevaron a los gatitos al patio trasero de Jules para que exploraran bajo supervisión. Hari los seguía de cerca, mientras Nimsu trepaba a una rama baja de un árbol, como si quisiera demostrar su superioridad.
—Ese gato tuyo es un pequeño dictador —rió Jules, mientras evitaba que uno de los cachorros intentara meterse en una maceta.
—Es un líder nato —defendió Enzo con una sonrisa orgullosa.
Los gatitos andaban entre ambos hombres, como si fueran un puente que los obligaba a acercarse más de lo debido. En un momento, uno de los pequeños tropezó y Jules se agachó a levantarlo justo cuando Enzo hizo lo mismo. Sus manos se rozaron apenas, pero suficiente para que ambos se quedaran en silencio un instante.
Jules se aclaró la garganta y desvió la mirada hacia los gatos.
—Tendrán que vacunarse pronto.
—Lo que tú digas, doctor —respondió Enzo, aunque su voz sonaba un poco más baja que de costumbre.
Al caer la tarde, ya en la casa de Enzo, los dos prepararon juntos un espacio con cojines y mantas para los gatitos. Era curioso ver a Enzo, tan perfeccionista con los detalles de sus vestidos, acomodando las telas con delicadeza para que los pequeños durmieran cómodos. Jules lo observaba de reojo, intentando no dejar que se notara cuánto le impresionaba esa faceta.
—No pensaba que sabías doblar una manta —comentó, para romper el silencio.
Enzo sonrió.
—He trabajado con telas mucho más delicadas que esta.
Los gatitos, exhaustos, terminaron durmiendo acurrucados. Nimsu se estiró cerca, mientras Hari se acurrucaba protegiendo a sus crías. Jules y Enzo se quedaron de pie, mirándolos, demasiado cerca uno del otro.
—No sé si esto es lo que imaginaba cuando me mudé aquí —dijo Enzo, casi en un susurro.
Jules lo miró de lado.
—¿Y qué imaginabas?
Enzo se encogió de hombros, como si no quisiera admitirlo.
—Algo más solitario, supongo.
El silencio que siguió fue denso, pero no incómodo. Jules bajó la vista a los gatos, sonriendo suavemente.
—Pues parece que ninguno de los dos está solo ya.
En la noche ya antes de ir a sus respectivas casas, Enzo lo detuvo.
—Mañana también es un día de fin de semana —dijo, como si estuviera pensando en voz alta—. Quizá podríamos hacer algo juntos. Con los gatos, claro.
Jules lo miró, sorprendido por lo directo de la propuesta. Una parte de él quiso negarse, pero la sonrisa que escapó de Enzo, tímida y sincera, lo desarmó.
—Veremos —respondió, aunque su voz sonaba más suave de lo habitual.
Cuando cerró la puerta detrás de sí, Jules se recostó un momento contra ella, con Hari ronroneando en sus brazos. No podía negar que algo estaba cambiando. Los gatos lo habían atrapado, sí. Pero tal vez, solo tal vez, también lo había atrapado su vecino.