La mañana amaneció tranquila, con un cielo de un azul límpido que pocas veces se veía en la ciudad. Jules abrió las cortinas de su dormitorio y se permitió algo que antes le habría parecido impensable: sonreír sin que hubiera un motivo específico.
Hari descansaba en un rincón, rodeada por sus pequeños, y Nimsu observaba desde lo alto del sofá con ojos atentos, como un guardián felino. La escena le arrancó un suspiro de ternura. Todo aquello, esa paz tan simple, lo había cambiado.
Durante meses, había sentido la sombra de Jenna, el peso de lo que había sido su promesa rota. Había noches en las que se despertaba con rabia, otras con una tristeza insoportable, y otras simplemente con vacío. Pero ahora, era diferente.
Jules se sorprendió a sí mismo al darse cuenta: ya no dolía. Jenna formaba parte del pasado, de un recuerdo que había cicatrizado. No era indiferencia, pero sí aceptación. Lo había dejado atrás.
Mientras preparaba café, sus pensamientos viajaron inevitablemente hacia Enzo.
Recordó el día que lo conoció, con esa actitud altiva que le había resultado insoportable. Recordó lo mucho que le había fastidiado descubrir que su nueva tienda estaba justo frente a su clínica. Había jurado que no se llevarían bien.
Y, sin embargo, ahí estaba. Sonriendo al pensar en él.
Jules sabía que algo había cambiado dentro de sí. Ya no era un simple aprecio o un respeto ganado con el tiempo. Lo que sentía por Enzo se había convertido en algo más hondo, más fuerte, más claro. Era amor. No el amor desesperado que había vivido con Jenna, sino uno más real, más pausado, más cierto.
Un amor que se construía en las miradas, en los silencios compartidos, en el modo en que Enzo sostenía un gato con una delicadeza que nunca hubiera imaginado en alguien tan perfeccionista.
—Estoy listo —murmuró en voz baja, sorprendiéndose a sí mismo.
Era cierto. Estaba listo para una relación. Estaba listo para abrir de nuevo su corazón, y esta vez no con miedo ni con dudas, sino con la certeza de que había encontrado a alguien que ya era parte de su vida de maneras que no había buscado.
El sonido del timbre lo sacó de sus pensamientos. Era Enzo, con Nimsu en brazos, sonriendo con ese gesto torpe y encantador que había aprendido a reconocer como sinceridad.
En ese instante, Jules supo que su vida había cambiado para siempre.
Y que, en el fondo, no quería que fuera de otra forma.