Fría

Fría

¿En dónde estaba?


El frío se colaba por cada poro del cuerpo de Vera, recorriéndola desde los pies hasta la cabeza. De haber podido, el vello se le hubiera erizado.


No recordaba cómo había terminado ahí. Su vida cambió de un momento a otro, pasando del borde de la histeria a estar afónica, débil, maltrecha, asustada, y muy segura de que no viviría para contarlo.


Ese sitio no era su casa, con el aroma tan característico que siempre tenía, a manzana y canela, y por las mañanas a los hotcakes que su madre solía prepararle para el
desayuno.


Tampoco estaba en su cama, cómoda, caliente, con olor a lavanda que desprendía de sus mantas, porque siempre estaban limpias y suaves.


Podía recordar a su madre cantar a todo pulmón desde la cocina, mientras ella se ponía de pie para arreglarse. Deambulaba por la sala a toda prisa, en búsqueda de
su mochila, cuando una voz la detenía.


—¡Buenos días, cariño! Hay hotcakes y huevos estrellados. ¿Quieres un poco de café o de té?


Se detenía para observar a su madre, que llevaba pantuflas de gato y una bata con un bordado de “la mejor mamá del mundo”, un regalo que Vera le había hecho por el día de las madres.


Tenía el cabello recogido en un moño alto, donde se le podían apreciar con claridad las canas que adornaban su cabello negro, justo por debajo de la nuca.

Cuando se giró para servirle el agua en una taza, las pequeñas arrugas se marcaban en sus ojos con alegría, porque era feliz. Con su preciada hija frente a ella.


Su vida estaba llena de una rutina interminable, imparable y sin duda predecible.


Vera preparaba con rapidez un té de hierbabuena y se zampaba tres de los hotcakes con un poco de mantequilla y azúcar morena espolvoreada. Luego tomaba su mochila del perchero junto a la puerta, para proceder a despedirse de Toby.


El pequeño cocker corría de manera simpática siempre que ella le extendía los brazos, y se dedicaba a lamerle el rostro en forma de despedida.


Acariciaba por última vez su cabecita meneando sus orejas de lado a lado para después cruzar el umbral de la puerta.


Quizá, si hubiese sabido lo que le deparaba ese día, hubiera abrazado más a Toby, le hubiera dicho: "Te amo” a su mamá.


A Vera nunca se le habría pasado por la cabeza que acabaría así. Que acabaría ahí. Donde quiera que fuese ese sitio.


Al principio creyó que el aroma era procedente del moho de la habitación, quizá de la inmundicia del sitio. Donde todo se mezclaba de manera atroz con el hedor metálico de la sangre.


Sus tripas se habían revuelto la primera vez que le inundó sus fosas nasales. Y se sorprendió de olerlo tan claro, aun cuando un tapón de mocos le impedía respirar como correspondía.


Recordaba haber caminado por la calle principal, la que daba directo a su escuela. Una simple calle por la cual estuvo transitando por casi tres años.

Su mamá había peleado porque escogiera otra institución, por una más lejos quizá, pero ella se aferró a esa porque todos sus amigos del anterior colegio iban asistir a ese.


“Si tan solo hubiera escogido otra”, se reprochaba mientras se arrastraba por las baldosas frías, en las cuales se patinaba de vez en cuando al tratar de alejarse de su agresor.


No sentía las piernas y hacía mucho que su voz había dejado de funcionar. Si no era por los gritos constantes, se debía por los hematomas o fracturas en su cuello.


Cuando su cuerpo se vencía, agotada por el maltrato, y solo así podía volver a su casa, a la comodidad de ella, envuelta en esa calidez, en la seguridad de su hogar.


Solo para despertar un par de horas después y descubrir que seguía atrapada en esa interminable pesadilla. Lágrimas silenciosas se aflojaban de sus ojos.


—¡Ya basta! —suplicaba, o por lo menos intentaba.


Pero solo unos ojos gélidos le devolvían la mirada y una sonrisa macabra le perforaba la mente. Al igual que cuando la tomó por la fuerza para subirla a su carro.


La presión que ejercía en ella era tremenda, y aunque no era una persona alta, ni robusta, mucho menos alguien viejo; no podía compararse con la débil fuerza de la muchacha.


Estaba en gran desventaja, no importaba cuánto luchara, no ganaba.


Consciente de su destino, aun así decidió luchar con todas sus fuerzas, arañando, mordiendo, pateando, gritando.


Podía escuchar el ruido crecer por las mañanas y atenuarse por las noches, sabía que había gente viviendo a los alrededores. ¿Alguien siquiera podría percatarse de que algo andaba mal?

Quizás algunas personas temían involucrarse, tal vez les era indiferente por qué una joven gritaba constantemente; posiblemente nadie prestaba atención, o quizá fuera él quien se encargará de crear suficiente ruido para ocultar la desesperación y la agonía.


Pero aquella persona tenía un propósito, una meta, aunque no se supo con claridad cuál era. Se deleitaba con su dolor, se divertía jugando con ella, y no dejó de hacerlo hasta que se cansó, cuando la joven no pudo luchar más, hasta que ya no la encontró divertida.



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En el texto hay: justicia, amor, feminicidio

Editado: 08.03.2024

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