Alice
Mi instinto animal me pedía a gritos salir de allí, aunque dudaba que supiera en qué dirección empezar a correr, ya que había aparecido en aquel salón de la nada. De todas formas, no tenía pensado hacer caso a mi instinto de supervivencia, al menos no de momento, porque lo último que quería hacer era tirar por la borda todo por lo que había tenido que pasar para llegar hasta aquí, ni mucho menos quería ignorar los motivos que tenía para quedarme.
Aun así, la situación era bastante crítica, ya que de haber sido aquello una película de terror, me habría tenido tapada bajo una manta hasta la cabeza. Por si eso fuera poco, mi padre acababa de afirmar que me convertiría en la "criatura" más letal – como si yo deseara matar a nadie – y esas palabras habían enloquecido a todos los presentes, los cuales empezaron a saltar y lanzar gritos de guerra.
- ¡El mundo entero será nuestro! ¡Los Dioses nos apoyan! – exclamó mi padre, mostrando un lado que me pareció ya en ese momento, muy sangriento – Y cuando hayamos acabado aquí... muchos más planetas nos esperan. – añadió seguidamente e hizo que se me pusieran los pelos de punta.
Quise encogerme y desaparecer por completo. ¿De verdad iba en serio todo eso? Yo solo quería respuestas y sobre todo, descubrir cómo se había podido dar la unión entre mis dos padres. Estaba dispuesta a preguntar todo lo que hiciera falta, pero en aquel momento mi voz no se habría escuchado debido al griterío que se había establecido.
- Los cálidos te repudiaron. ¿Y osan creer que ahora les apoyarás? - espetó mi supuesto padre, volviendo a dirigirse hacia mí. Permanecí impasible, ya que no se me ocurría nada en contra de aquel argumento. Sus palabras eran tan ciertas que las sentí como puñaladas. – No... ¡ellos jamás te tendrán como reina! – prosiguió diciendo Ageon, sin desviar su fría mirada de mí.
Tras aquel pequeño discurso, la multitud se puso eufórica. Fruncí el ceño y empecé a mirar a mi alrededor. Mi piel se puso de gallina cuando comprobé que no vitoreaban a mi padre, sino a mí. Siempre me había sentido pequeña, pero en aquel mundo, todos esperaban grandes cosas de mí. No quería defraudarles, aunque había demasiado que todavía no entendía y no sabía si sería capaz de cumplir todas las expectativas. ¿Cómo debía actuar? ¿Gritar como ellos hacían? Mi nombre retumbó por las paredes y por primera vez en mi vida, dejé de sentirme diminuta. Una sonrisa apareció en mi rostro, incapaz de contenerla, y me sentí poderosa.
Sin embargo, tras varios minutos, los gritos cesaron de repente y mi padre colocó su mano sobre mi hombro, a la vez que se giraba para recibir al nuevo frío que acababa de aparecer de entre la multitud silenciada, el cual era tan imponente como él, aunque el hecho de no llevar ropa le daba un aspecto más vulnerable.
- Los Dioses siempre dijeron que volverías. – sentenció el nuevo, con aspereza en la voz – Por eso me he preparado toda mi vida para este momento. – prosiguió hablando y desenvainó un sable que llevaba colgado en la espalda. Inconscientemente, retrocedí un paso y aquello decepcionó a los presentes. – Alice. Yo, Fausto, tu medio hermano y heredero al trono, te reto a un combate a muerte. – espetó, con una sonrisa terrorífica de oreja a oreja.
La multitud se volvió completamente loca, sus armas empezaron a golpear el suelo al unísono y los gritos de guerra llenaron de nuevo la sala.
- Demuestra quién eres y el trono será tuyo cuando muera. – me dijo Ageon, como si no le importara lo más mínimo que uno de sus dos hijos fuera a morir para demostrar quién era el más fuerte.
Aquello no podía estar pasando. ¿Cómo había podido cambiar tanto la situación de un momento a otro?
- Yo no quiero el trono de nadie. – respondí, deseosa de salir viva de ahí. Sin embargo, nadie me hizo caso, al contrario, los presentes retrocedieron varios metros, dejándonos a Fausto y a mí en medio de un gran círculo. – ¡Eres mi hermano! – grité cuando Fausto empezó a hacer artísticas maniobras con el enorme sable, sin dejar de mirarme con ansias de sangre.
El terror se estaba apoderando de mí, las piernas me flageaban, solo escuchaba mi corazón y los gritos habían pasado a ser un fondo monótono y apenas audible, había olvidado que necesitaba respirar.
- Este es el principio de tu entrenamiento, si logras sobrevivir. Sino, estaré decepcionado por las falsas promesas sobre ti, pero feliz de haber creado un arma incluso más poderosa que la mismísima Alice. – sentenció nuestro padre y a pesar de mi incredulidad, se hizo a un lado para permitir que el combate diera comienzo.
- ¿Qué? ¡No! – grité, incapaz de aceptar la realidad, decepcionando a todos aquellos que habían vitoreado mi nombre.
- Demuestra quién eres, sino no serás más que alguien corriente que no merece respeto. – sentenció Ageon, empezando a impacientarse conmigo.
La situación me abrumó y por un instante empecé a ver borroso y creí que me desmayaría, pero aquello no llegó a suceder.
"¿Quién eres?" me pregunté a mi misma. "¿Alice, la fría? ¿Una reina? ¿Fría o cálida?" Sentí que jamás podría responder a aquella pregunta si Fausto me mataba en tan solo un parpadeo. Aunque la pregunta nunca había sido quién era, sino quién había sido, ¿no? Tenía la sensación de haber olvidado algo realmente importante.
Mi medio hermano esbozó una sonrisa de dientes afilados y a continuación, remetió contra mí con el sable, utilizando una velocidad sobrehumana que no había visto en ningún otro frío. Paralizada, todavía sin poder asimilar la situación, no conseguí moverme hasta el último momento, en que desvié milagrosamente el filo. Incapaz de creer que me había apartado en el último momento como si no fuera conmigo la cosa, bajé la guardia y el puño de Fausto se hundió contra mi cara, probablemente rompiéndome la nariz y haciéndome caer al suelo. ¿Por qué usaba los puños, por qué no clavarme el sable para así acabar rápido conmigo?