Alice
El rey me acompañó hasta mi nueva habitación, en la que probablemente intentaría pasarme la mayor parte del tiempo. Cuando se despidió de mí, no sin antes dedicarme una reverencia, me dijo que podía bajar a la cocina cuando lo deseara y pedir que me hicieran algo para comer.
Yo le respondí con un ligero movimiento de cabeza arriba y abajo para afirmar, pero sabía que lo último que quería hacer en esos momentos era pasearme por los pasillos en busca de la cocina del palacio. No me apetecía tener que soportar todo tipo de caras al verme.
Sabía lo que todos pensaban. ¿Cómo podía haber sido yo elegida por los Dioses? Reí sarcásticamente al pensar en esto, simplemente porque no quería llorar.
Las piernas todavía no me habían acabado de temblar, así que me dirigí despacio hacia mi nueva y enorme cama. A continuación me tumbé boca arriba y al ver que esa posición no me era del todo cómoda, me recosté hacia el lado derecho. Entonces, pude observar un poco la habitación.
Era muy grande y tenía un ventanal enorme por el que estaba segura que entraría mucha luz al amanecer. En ese momento, la estancia estaba iluminada por numerosas velas que si hubiera nacido como una persona normal en la Tierra, estaba segura de que me molestaría su calidez.
También había un gran armario, que suponía que ya me habrían llenado de la ropa de aquel lugar. Echaría en falta mis converse, mis tejanos y mis sudaderas, de eso no tenía ninguna duda.
Además, no sabía cómo se entretenía la gente de ese lugar. Por lo que había visto, dudaba mucho que se pasaran las tardes mirando series de televisión o leyendo libros como había hecho yo hasta ese momento. Me pregunté entonces qué haría yo en esta habitación si no podía encerrarme en ella con una simple novela y aislarme del mundo exterior.
Opté por intentar dejar de pensar y cerrar los ojos, pero no pude, por mucho que quisiera dejar la mente en blanco, los pensamientos volvían a mi cabeza y no había nada que odiara más que intentar dormir pero no poder.
Me pasé horas mirando el techo de la habitación u observando las paredes de ambos lados. Era incapaz de dormirme y yo no solía padecer de insomnio. Todo al contrario, me gustaba demasiado dormir y era como una marmota. ¿Pero cómo iba a ser capaz de dormir con todo lo ocurrido? Había mandado a la enfermería a la única persona que se había preocupado por mí, a pesar de haberme mentido durante toda mi vida, igual que a Skay. Ahora este tendría un motivo para matarme, pero quizá acabar con mi existencia fuera la decisión más sensata visto lo visto, porque sin quererlo había demostrado ser peligrosa.
Cuando ya me resigné a no dormir ya era muy entrada la noche y no poder saber la hora exacta que era hizo que me mosqueara. Por si esto fuera poco, mi estómago empezó a hacer sonidos guturales difíciles de ignorar. A causa de esto, decidí hacer caso a mi estómago y dormir en otro momento.
Lentamente, saqué las piernas fuera de las suaves sábanas, hasta que mis pies desnudos tocaron el suelo. A continuación, me dispuse a salir de la habitación en busca de la cocina. No acababa de hacerme mucha gracia el hecho de tener que pedir a alguien que me hiciera la cena a esa hora, pero no pude remediar el hambre que tenía. ¿Cuánto tiempo haría desde que había comido por última vez? No estaba segura de haber despertado el mismo día que el que había viajado desde la Tierra hasta este mundo llamado Origin, así que realmente no sabía cuánto hacía que había comido o bebido algo.
Salí de la habitación a hurtadillas, intentando no hacer mucho ruido con mis pisadas para no llamar demasiado la atención.
Sabía que intentar pasar desapercibida era algo difícil en aquel extraño lugar ajeno a mí, y era consciente de que el simple color de mi piel era como una antorcha en la profunda oscuridad. Sin embargo, dudaba que hubiera mucha gente por los pasillos de palacio siendo bien entrada la noche.
Si soy sincera, encontrar la cocina con mi mal sentido de la orientación fue como adentrarse en un laberinto sin salida. Todos los pasillos me parecían iguales en la oscuridad y maldecí para mis adentros que no hubiera nada iluminado. Tan solo entraba una luz blanquecina por los ventanales, que pensé que sería la de la Luna. Un poco más tarde, recordé que ya no me encontraba en la Tierra, sino a miles de años luz de distancia, por lo que me di cuenta que el satélite de ese planeta, el cual sin mal no recordaba se llamaba Origin, no podía ser la Luna.
Suspiré de resignación al pensar de nuevo en cómo podía haber acabado yo, Alice la fría, la chica rara con una enfermedad contagiosa apodada la peste invernal por muchos de mis compañeros de instituto, siendo la heredera al trono de un mundo que nunca había creído que pudiera existir.