«El romance es tempestuoso; el amor es calmado»
—VERDADES
Mi nombre es Tristán Surrow y me encuentro atrapado en la clase de dilema que ni las novelas más dramáticas saben explicar bien. A veces pienso que estoy al borde de la locura, pero luego me doy cuenta de que lo que me pasa tiene un nombre muy simple: estoy enamorado de mi mejor amiga. Y lo peor de todo es que no sé cómo se supone que uno actúa cuando se encuentra en semejante situación. Ella es mi karma, mi castigo y, a la vez, la única razón por la que despierto cada día con el corazón latiendo más fuerte de lo que debería.
La conozco desde siempre. Literalmente desde los pañales. Crecimos juntos en un pequeño pueblo olvidado por la modernización, donde el tiempo parecía moverse más lento y los mayores aún repetían los mismos dichos de generaciones pasadas. No había centros comerciales, ni cines, ni mucho menos fiestas rimbombantes como en las ciudades. Solo estábamos nosotros, dos niños que jugaban en las calles polvorientas, imaginando mundos que solo existían en nuestras cabezas. Pero con el paso de los años las cosas cambiaron. La inocencia se fue quedando atrás y, cuando menos me di cuenta, Emma ya no era la niña de trenzas y rodillas raspadas que me retaba a ver quién corría más rápido.
La pubertad le llegó como un rayo, transformándola en la clase de mujer que puede arrancarle el aliento a cualquiera con solo entrar a una habitación. Y yo… bueno, yo seguía siendo el mismo nerd de siempre, con gafas gruesas, notas sobresalientes y la torpeza suficiente para no saber dónde meter las manos cuando ella me miraba demasiado tiempo. Podría culpar a las hormonas, a mi propia debilidad, al destino, o incluso al universo, pero la verdad es más sencilla: estaba condenado desde el primer momento en que noté cómo su sonrisa me desarmaba.
Ella es mi tormento.
Ella es mi consuelo.
Ella es mi tentación eterna.
Podría describirla durante horas, y aún así sentiría que me quedo corto. Su piel blanca, casi lechosa, siempre ha tenido un brillo especial bajo el sol, y esas pequitas diminutas en la nariz parecen constelaciones privadas que solo yo conozco de memoria. Su cuerpo, bien formado y natural, es un recordatorio constante de que soy hombre y de que no soy de piedra, aunque a veces desearía serlo para resistir mejor su cercanía. Lo admito: la miro más de la cuenta, y cada vez que la veo con ropa demasiado ajustada pienso que el mundo entero conspira contra mi autocontrol.
Y aquí viene la contradicción que me destroza por dentro. No debería pensar así de ella. Es mi mejor amiga, mi confidente, la persona que ha estado a mi lado desde que tengo memoria. Ella merece respeto, merece su privacidad, merece que yo me comporte como el caballero que tanto presumo ser. Pero todo se derrumba cuando la acompañamos a la piscina de sus padres. El momento en que se quita la toalla y queda en ese diminuto pedazo de tela que ella insiste en llamar traje de baño, mi mente deja de funcionar con lógica. ¿Cómo diablos esperan que actúe normal cuando parece que lleva puesto menos de lo que un maniquí exhibiría en un escaparate? Es un martirio que no deseo a nadie.
Claro, mis principios me recuerdan que soy un hombre con valores tradicionales. Soy virgen, y no lo digo con vergüenza, sino con la convicción que mis padres me inculcaron: respetar a la mujer que un día será mi esposa. Mantenerme puro, así como se espera de ella. He cumplido esa promesa, incluso cuando las tentaciones aparecieron en formas ridículas. Mis amigos de la universidad intentaron arrastrarme a burdeles, me empujaron a fiestas donde abundaba el alcohol y la lujuria, incluso la típica chica popular quiso darme una “lección práctica” contratando un stripper en mi habitación. Nada funcionó. Porque en el fondo yo ya sabía que ninguna de esas experiencias significaba nada comparado con lo que siento por Emma.
Durante un tiempo todo estuvo bajo control. Tenía mis emociones encerradas en un cofre, convencido de que mientras no dijera nada, mientras no me delatara, nada malo ocurriría. Pero el equilibrio se rompió el día en que comenzaron los rumores.
No tengo idea de quién fue la primera persona que abrió la boca, pero bastó una chispa para que todo el campus ardiera. De pronto mi nombre empezó a sonar en conversaciones ajenas, mi imagen circulaba distorsionada en los pasillos y las chicas comenzaron a verme con una mezcla de desprecio y curiosidad. Algunas me llamaban gilipollas, hipócrita, e incluso mojigato. Y, como si la burla no fuera suficiente, cada tanto aparecían prendas íntimas en mi casillero, como si mi vida fuera una pésima comedia universitaria.
El colmo fue cuando la administración me llevó a orientación, acusándome de no valorar a las mujeres. ¡A mí, que me desvelo por una sola! Como si yo fuera el villano en todo esto. Quise gritarles que estaban equivocados, que yo era el único que realmente respetaba a Emma, que la mantenía a salvo de mis propios deseos porque sabía lo mucho que ella merecía. Pero me callé. Como siempre.
Y mientras tanto, Emma seguía siendo el huracán que nunca se calma. Es un espíritu indomable, una fiera que no conoce límites. He soportado cada berrinche, cada sarcasmo disfrazado de broma, cada comentario mordaz que escupe cuando se siente dueña de la razón. Sus apodos me perseguían: “el perro”, “el pene loco”, y un sinfín de variaciones igual de humillantes. Al principio me dolía, lo admito. Pero con el tiempo aprendí a callar, a aguantar, hasta que un día decidí retirarme sin responder. Ese día, por primera vez, fue ella la que quedó en silencio, con las palabras colgando en el aire.
Lo que me mata es que Emma me mete en el mismo saco que a todos los hombres que la han decepcionado. Para ella no hay matices: o eres el típico que salta de cama en cama, o eres un cobarde incapaz de enfrentar la vida. Y aunque entiendo de dónde viene su desconfianza, me niego a aceptar que yo soy igual que ellos. Sí, muchos hombres no llegan vírgenes al matrimonio, sí, muchos desfilan sin remordimiento de una conquista a otra, pero… ¿por qué tengo que pagar yo por sus pecados?
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Editado: 26.09.2025