Friendzone

Capítulo 6

Desperté con la sensación de que la madrugada me había pasado por encima como un tren. Emma seguía dormida sobre mi pecho, su respiración suave marcando un compás que era lo único que me mantenía cuerdo. La habitación estaba en penumbras, apenas iluminada por la rendija de la ventana, y el eco de lo que había pasado horas antes todavía vibraba en mi piel.

El primer pensamiento que me golpeó fue brutal: no hay vuelta atrás. No podía pretender que aquello había sido un accidente o un impulso sin consecuencias. La había esperado, había soñado con ella, había construido cada decisión de mi vida alrededor de la idea de tenerla cerca, y ahora que por fin la tenía entre mis brazos, sabía que no había nada en el mundo capaz de separarme de ella… salvo yo mismo.

Me moví despacio, tratando de no despertarla, pero al hacerlo su cuerpo reaccionó, acomodándose aún más contra mí, como si instintivamente buscara asegurarse de que no iba a irme. Me derretí por dentro. Emma siempre había tenido esa manera de desarmarme con gestos pequeños, con esas cosas que ni ella se daba cuenta que hacía.

La besé en la frente y me permití cerrar los ojos, pero el descanso fue imposible. Mi cabeza era una tormenta: lo que sentía, lo que habíamos hecho, lo que vendría. ¿Qué tal si se arrepiente? ¿Qué tal si mañana me dice que fue un error? La inseguridad me golpeaba fuerte, aunque sabía que gran parte venía de mí, de mi obsesión por protegerla de todo, incluso de mí mismo.

Decidí levantarme. Caminé descalzo hasta el baño, me miré al espejo y casi no me reconocí. Tenía la mirada enrojecida, el cabello hecho un desastre, el cuerpo marcado por las uñas de Emma. Y, sin embargo, nunca me había sentido tan vivo.

—¿Ya estás huyendo otra vez? —su voz, somnolienta, llegó desde la cama.

Me giré de golpe. Ella estaba incorporada, con la sábana cubriéndole apenas el pecho, mirándome con esos ojos que siempre parecían saber leerme hasta el fondo.

—No —dije con torpeza—. Solo… necesitaba un respiro.

—¿Respiro? —repitió, arqueando una ceja con esa mezcla de burla y ternura que solo ella manejaba.

Me apoyé contra el marco de la puerta, incapaz de acercarme de inmediato.

—Emma, yo… no quiero que pienses que lo de anoche fue un capricho. No quiero que mañana despiertes y lo veas como un error.

Ella suspiró y se pasó una mano por el cabello, despeinándolo aún más.

—¿En serio crees que estaría aquí, mirándote como una idiota, si lo hubiera considerado un error? —me preguntó, y la simpleza de sus palabras me atravesó como un cuchillo.

Caminé hasta la cama y me senté a su lado. Ella tomó mi mano y la colocó sobre su pecho, justo donde su corazón latía rápido.

—¿Sientes eso? —dijo—. No late por un error, Tristán. Late porque finalmente dejamos de escondernos.

Me quedé en silencio, apretando suavemente su mano. Tenía razón. Yo era el único que seguía luchando contra fantasmas del pasado, contra ese miedo estúpido a perderla incluso antes de tenerla.

—Soy un idiota —admití.

—Sí —rió bajito—. Pero eres mi idiota.

La besé con fuerza, dejándome llevar por la certeza de que lo nuestro ya no era una ilusión, sino una realidad que habíamos construido con años de paciencia, dolor y esperanza. Y aunque el miedo seguía ahí, acechando en las sombras, en ese momento decidí que no iba a dejar que gobernara mi vida.

La mañana avanzó entre caricias y silencios cómodos. Pero la realidad siempre encuentra la manera de irrumpir. A media mañana, el teléfono de Emma sonó con insistencia. Ella lo miró, frunció el ceño y contestó. Su manager. Una discusión breve, palabras tensas, y al final un “no me interesa usar mi vida privada como espectáculo”. Colgó y me miró, un poco agitada.

—Van a querer usar esto para publicidad —me dijo.

—Pues que lo intenten —respondí con firmeza—. Pero no vamos a darles armas. Lo que pasó aquí es nuestro, Emma. De nadie más.

Ella asintió, aunque pude ver en sus ojos la preocupación. Sabía que no sería fácil. Sabía que el mundo no iba a dejarnos en paz. Pero también supe que no iba a huir más.

Tomé su rostro entre mis manos y le susurré:

—Si vamos a luchar, lo haremos juntos.

Ella me sonrió, y en esa sonrisa encontré la respuesta que había buscado toda mi vida.

A mediodía la luz daba en diagonal sobre la colcha y dejó sobre su espalda un rectángulo tibio. Me sorprendí midiendo con los ojos ese pedazo de sol como si allí pudiera delimitarse todo lo que me importaba. Quise grabar ese cuadro en la memoria: Emma recogiendo el cabello con un elástico mientras hace un gesto ridículo para atrapar el último mechón rebelde, la curva de su risa cuando me pilla mirando, el “ven” que no dice y que igual me llega.

—Tenemos que salir del cuarto —dije al fin, como si estuviera proponiendo algo heroico.

—Primero café —respondió, en tono de ley natural.

Caminamos hasta la cocina. Ella andaba descalza, con ese paso silencioso que en mi cabeza siempre sonido a adolescencia compartida. Preparó dos tazas; yo abrí la ventana. El barrio olía a pan y gasolina, a sábado que todavía no decidió si será feria o siesta. Apoyó el codo en la encimera, me miró por encima del borde de la taza.

—¿Se te nota el miedo? —preguntó, pero no fue una burla.

—Se me nota el entusiasmo —corrigí—. El miedo aprendí a esconderlo donde no molesta.

—No lo escondas de mí —dijo, con una seriedad que me dejó sin coartadas.

Asentí. Miramos el vapor en espirales un rato, como si el café tuviera respuestas. El teléfono de ella vibró sobre la mesa. No lo atendió. Dejó que vibrara dos veces más, lo puso boca abajo, y sólo entonces habló:

—Mi manager insiste con lo del “contenido”. Dicen que si no jugamos nosotros, jugará alguien más. Que es mejor contar “nuestra versión”.

—Nuestra versión es silencio y cosas reales —respondí—. La música, las presentaciones, el trabajo. Lo demás es paisaje. Si se sale de cauce, lo encausamos. Pero no alimentamos un perro que muerde.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.