Dormí poco y bien, como quien cruza un río oscuro y despierta con arena en las pestañas y una certeza en la lengua: no lo voy a arruinar. Me repetí la frase mientras preparaba café en silencio, la misma jarra de siempre, la misma rutina de limpiar el filtro y esperar el primer borbotón. Había aprendido que lo extraordinario necesita hábitos muy simples alrededor para no desbordarse. Le escribí a las 8:58, por puro ritual: “Estoy abajo”. Contestó con un “baja” que me hizo sonreír como un idiota.
Abrió con una sudadera enorme y el pelo amarrado en lo alto, ese moño que lleva mi nombre de forma secreta desde que teníamos quince. La primera mirada fue un examen, una medición de pulso, una aduana íntima que cruzamos sin papeleo. Le di el café, ella olió el borde como si probara el clima y me hizo pasar. En la mesa había un cuaderno y una servilleta con tinta azul: una estrofa, dos acordes, un verbo subrayado: quedar.
—Ayer escribí poco —dijo—. Pero escribí bien.
—Yo también —mostré mi libreta: tres líneas torpes que decían “me quedo”, “pido perdón cuando haga falta”, “te escucho”.
Nos reímos de nuestra solemnidad doméstica. Desayunamos pan del día anterior que supo a bendición repetida y, antes de que el mundo nos reclamara, pusimos el calendario sobre la mesa, como dos contadores que quieren que la vida cierre: ensayo de ella a las once, reunión mía con Finanzas a las doce y media, almuerzo en la panadería a las dos, llamada con prensa a las cuatro, visita a mis padres a las siete con sopa (mi madre había mandado un audio: “traigan hambre y buena cara, que la sopa sola no hace milagros”).
Nos despedimos en la puerta del ascensor con un beso sin deuda. El día, entretanto, fue obediente hasta que dejó de serlo.
A media mañana me llamó la jefa de prensa con la voz seca de quirófano.
—Filtraron treinta segundos de un ensayo de Emma —dijo—. Audio malo, pero vendible. El titular probable: “letra dedicada al CEO”. Si damos patada, la pelota crece. Si respiramos, se desinfla. ¿Qué prefieres?
Miré la ventana de la sala de juntas como quien busca un consejo en el vidrio.
—Respiremos —respondí—. Si preguntan, decimos lo de siempre: no comentamos la vida personal. Y, por favor, protege a la banda: no los abras a preguntas que no tienen por qué contestar.
—Hecho —dijo—. Y Tristán…
—Dime.
—Esto se gana aguantando.
Colgué y me repetí el mantra: no lo voy a arruinar. Le escribí a Emma solo tres palabras: “estoy aquí, respira”. Tardó en contestar. Cuando lo hizo, fue con un “lo tengo” que olía a escenario y a columna firme.
Almorzamos tarde, a dos calles del estudio, con la gorra sin personalidad puesta y la mesa junto a la ventana empañada por el vapor de la sopa del día. Nos contamos el día como se cuentan anécdotas de guerra ya superadas. Ella me habló del audio filtrado sin dramatismo: una auxiliar nueva, un celular con prisa, un manager que aprendió a decir “no comentarios” en cinco minutos de instrucción. Yo le hablé de una línea de presupuesto que por fin entendió que el arte necesita aire, no sólo planillas.
—¿Te asustó? —pregunté, sin disfraz.
—Sí —admitió—. Pero más me asustaba antes: cuando no sabía si estabas dentro o fuera. Ahora sé que estás.
Me mordí un “gracias” para que no se volviera discurso. Pagamos y caminamos un rato sin máscara. Un hombre nos reconoció, hizo el gesto de pedir foto y se frenó solo, como si una costumbre decente le tirara del codo. Nos deseó buen día con una inclinación mínima y se fue. Le dije a Emma que a veces el mundo tiene modales; se rió y me apretó la mano dentro del bolsillo, como si nos escondiéramos de una película que ya no queremos ver.
Volví a la oficina con la espalda derecha y la agenda densísima. Me esperaban números, una firma, dos “no” y un “tal vez”. En mitad del segundo “no”, entró un correo lacónico: “A las 18:00, reunión extraordinaria de directorio. Tema: exposición mediática”. Me reí sin humor: la casa se revisa a sí misma cuando alguien enciende la luz. Abrí un documento y escribí mi posición en seis líneas, para que no la traicionara el cansancio: 1) recusado de todo lo que toque su proyecto, 2) vida privada fuera del scope, 3) plan de contingencia de prensa minimalista, 4) no vender historias que no son nuestras, 5) blindar a equipos creativos, 6) sostener con hechos: puntualidad, presencia, resultados.
La reunión fue exactamente lo que debía ser: un par de cejas levantadas, una pregunta con filo, un director que quiso colar “aprovechar la ola” y se topó con mi “no” más educado. Dije “no vamos a crecer por un rumor; vamos a crecer por el catálogo”. Dije “si me equivoqué en algo, está aquí —señalé mi pecho—, no en la mesa de marketing”. Dije “si necesitan mi renuncia por claridad, la tienen sobre la mesa, pero no haremos espectáculo con lo que no es espectáculo”. Me escuché y supe que hablaba el hombre que quiero ser. No exigí aplausos; pedí voto de confianza con métricas: lanzamientos en curso, cash-flow, equipos estables. Hubo silencio, luego la cadencia de dedos sobre madera, luego el cierre de la presidenta: “Sostenga, señor. No nos haga perder tiempo en lo que no es core”. Anoté, asentí, salí con la camisa pegada a la espalda y la sensación limpia de haber dicho la verdad.
En el pasillo, Andrea me cruzó con su ironía amable.
—Bien dicho —me palmeó el brazo—. Me debes un café por todas las veces que no te expuse cuando sí podía.
—Te debo dos —respondí, y no hubo coqueteo ni deuda rara. Sólo adultos que entendieron el papel que les tocó.
Le mandé a Emma un “18:45 te alcanzo donde digas”. Respondió “casa, sopa, tu madre”. Reí. Llamé a mi madre: “vamos con hambre”, dije. Contestó con la receta cantada y la admonición de siempre: “vive bien”.
En el auto, camino a casa de mis padres, el teléfono vibró con un solo mensaje: Heliana. “Si necesitan manos para espantar reporteros, llevo rada”. Reí en voz alta. Le contesté que traiga postre y lengua para anécdotas. Respondió con un “hecho” que olía a familia elegida.
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Editado: 26.09.2025