Friendzone

Capítulo 9

El sol apenas comenzaba a colarse por las persianas cuando abrí los ojos. No era el canto de los pájaros ni el ruido de la ciudad lo que me despertaba, sino la misma inquietud que llevaba días instalada en mi pecho. Emma estaba en mi mente desde el instante en que apoyaba la cabeza en la almohada hasta el momento en que me levantaba, como si hubiera tomado posesión de cada espacio en mi cuerpo y en mi alma.

Me levanté despacio, tratando de no hacer ruido, aunque estaba solo en el apartamento. Mateo había pasado la noche fuera —seguramente con alguna excusa de ensayo eterno o alguna conquista improvisada—, y yo me encontraba en esa calma rara que precede a la tormenta. Preparé café fuerte, negro, como siempre. El amargo me ayudaba a recordar que estaba despierto y que todo lo que había ocurrido con Emma no era un sueño adolescente, sino la más jodida y hermosa realidad.

La pantalla del celular parpadeó con varias notificaciones: correos de la empresa, mensajes de Alexandra con memes sarcásticos y un recordatorio de la reunión con los socios a las diez de la mañana. Pero entre todo eso, lo único que buscaban mis ojos era un mensaje suyo. No lo encontré.

Respiré hondo. Tal vez estaba ocupada, tal vez necesitaba espacio después de todo lo que vivimos en la fiesta y lo que vino después. Aun así, la ansiedad me roía. Decidí escribirle algo sencillo: “Buenos días, pequeña. Espero que hayas descansado. Te pienso.” Dudé unos segundos antes de darle enviar, como si esas palabras fueran demasiado simples para todo lo que sentía. Pero lo hice.

Mientras me vestía con una camisa blanca y unos pantalones oscuros, pensé en lo irónico que resultaba: ante el mundo era un empresario, alguien con control sobre números, contratos y proyectos millonarios; pero ante Emma seguía siendo el chico nervioso que no sabía cómo confesar sus sentimientos. Y lo peor es que ese nerviosismo no desaparecía, solo crecía con el tiempo.

La reunión con los socios fue larga y tediosa. Hablaban de expansiones, de alianzas estratégicas, de mercados emergentes. Yo asentía, aportaba datos, mostraba gráficas. Nadie notó que mi mente estaba a kilómetros de allí, preguntándose si Emma había sonreído al despertar, si había pensado en mí al menos una vez en toda la mañana.

Al salir, el celular vibró. Casi se me cae de la mano por la prisa con que lo tomé. Era un mensaje suyo: “No dormí mucho, pero estoy bien. Gracias por pensar en mí. ¿Nos vemos en la tarde?” Sonreí como un idiota en medio de la acera, sin importarme los transeúntes que me miraban raro.

Respondí de inmediato: “Claro. Donde quieras, cuando quieras. Solo dime y estaré ahí.”

Pasé el resto del día en un estado extraño, entre el cansancio de la reunión y la adrenalina de saber que la vería. Fui al gimnasio a descargar un poco de energía, pero incluso mientras levantaba pesas, mi mente estaba con ella. Cada canción que sonaba en los auriculares me recordaba a Emma; cada rostro en el espejo del lugar me parecía ajeno porque ninguno se comparaba con el suyo.

Por la tarde me envió la dirección de un café discreto, de esos escondidos entre calles donde nadie se detiene a tomar fotos ni a grabar videos. Llegué antes, como siempre, incapaz de hacerla esperar. Me senté en una mesa junto a la ventana y pedí un capuchino que apenas probé.

Cuando la vi entrar, el corazón me dio un vuelco. Llevaba un vestido sencillo, una chaqueta ligera y el cabello suelto. No era la cantante que todos querían en escenarios, ni la figura que salía en revistas, era Emma, mi Emma, la chica de las travesuras y las discusiones interminables.

—Llegaste temprano —dijo, y yo solo pude encogerme de hombros.

—No puedo evitarlo. La paciencia nunca fue mi virtud contigo.

Se sentó frente a mí y por unos segundos nos quedamos en silencio, observándonos como si intentáramos descifrar cuánto había cambiado el otro en estos años. Ella fue la primera en hablar:

—Tristán, ¿qué vamos a hacer con todo esto?

—¿Con todo esto? —pregunté, aunque sabía a qué se refería.

—Con nosotros, con la prensa, con mi carrera, con tu empresa. —Suspiró y jugueteó con la cuchara—. Me aterra que un día despertemos y todo se haya derrumbado.

La tomé de la mano, obligándola a mirarme.

—Emma, llevo años derrumbado sin ti. No quiero volver a ese vacío. Sé que habrá problemas, sé que habrá críticas, pero también sé que te amo. Y si tengo que pelear contra el mundo entero para que lo entiendas, lo haré.

Sus ojos brillaron con lágrimas contenidas.

—A veces odio que digas esas cosas —murmuró.

—¿Por qué?

—Porque me hacen imposible dudar de ti.

Sonreí y acaricié su mano. Hablamos durante horas. De nuestros miedos, de los planes que no queríamos abandonar, de cómo proteger lo nuestro sin escondernos. Me confesó que había empezado a escribir una canción sobre nosotros, aunque aún no estaba lista para mostrármela. Yo le conté que pensaba abrir una fundación de apoyo a jóvenes músicos, y que me encantaría que ella fuera parte del proyecto.

Cuando salimos del café, la tarde estaba cayendo y la calle se iluminaba con los primeros faroles. Caminamos juntos, sin prisa, ignorando a los pocos curiosos que nos miraban.

—¿Sabes qué es lo peor? —dijo de repente.

—¿Qué?

—Que no me asusta tanto el qué dirán. Me asusta más lo mucho que te necesito.

La detuve en seco, la abracé y apoyé mi frente en la suya.

—Entonces estamos jodidos los dos, porque yo también te necesito más de lo que creí posible.

La besé ahí mismo, en medio de la calle, sin importarme nada más. Sentí que por fin había encontrado mi lugar en el mundo, y ese lugar estaba en sus labios.

Esa noche, al regresar a mi apartamento, me tumbé en la cama sin cambiarme de ropa. Cerré los ojos y por primera vez en mucho tiempo dormí tranquilo.

Porque Emma estaba conmigo. Porque ya no había marcha atrás.




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