Friendzone

Capítulo 10

Tristán

Nunca imaginé que el amor pudiera sentirse como una guerra constante entre el corazón y la mente. Con Emma siempre ha sido así: un vaivén de emociones, un huracán que arrasa con cualquier certeza que yo hubiera creído tener. Y sin embargo, en medio de todo ese caos, también es mi calma.

Después de aquella noche en que por fin nos dejamos arrastrar por lo inevitable, el mundo dejó de ser el mismo para mí. Ya no podía mirarla sin recordar el calor de su piel, la forma en que se aferraba a mí como si temiera que desapareciera, ni el sonido de su respiración temblando en mi oído cuando se permitió ser completamente mía. Fue como abrir una puerta que nunca podría cerrarse.

La mañana siguiente fue silenciosa. Ella evitaba mi mirada, y aunque supe que estaba nerviosa, también me dio miedo que se arrepintiera. Yo no soy ingenuo: sé que lo nuestro es un campo minado, lleno de juicios, rumores y gente que estaría encantada de vernos fracasar. Pero al verla caminar por la habitación, envuelta apenas en una camiseta mía, comprendí que nada de eso importaba. Si debía cargar con todo el peso de la crítica, lo haría.

Me acerqué despacio, temiendo asustarla, y le tomé la mano.
—Emma… —susurré.
Ella alzó la vista, sus ojos brillaban como si hubiera llorado.
—¿Qué vamos a hacer, Tristán? —preguntó, con esa voz quebrada que me partió en dos.

En ese instante lo supe: debía ser más fuerte, debía ser el hombre que ella necesitaba.
—Lo que siempre debimos hacer —respondí—. Estar juntos, aunque el mundo se oponga.

Ella no contestó, pero apretó mi mano con fuerza, y ese gesto fue suficiente para darme la valentía que me faltaba.

Los días siguientes fueron un desafío. En el campus ya circulaban rumores; alguien nos había visto salir juntos de aquel bar en la madrugada, y las lenguas venenosas hicieron el resto. Algunos me felicitaban con palmadas en la espalda, como si hubiera ganado un trofeo. Otros me miraban con desprecio, convencidos de que había traicionado una amistad sagrada. A Emma la juzgaban peor: los comentarios iban desde que era una “fácil” hasta que se había aprovechado de mí. Cada palabra era un cuchillo, y aunque yo trataba de ignorarlo, verla a ella encogerse bajo esas miradas me consumía por dentro.

Una tarde, mientras caminábamos por el pasillo principal, un grupo de chicas murmuró lo bastante fuerte para que ella las escuchara. Emma apretó los labios, bajó la mirada y aceleró el paso. Yo no aguanté más. Me detuve en seco y les clavé una mirada que hizo que se callaran de inmediato.
—¿Quieren decir algo más? —gruñí.
El silencio fue absoluto. Nadie se atrevió a responder.

Alcancé a Emma y la sujeté del brazo.
—No les prestes atención —le dije.
Ella negó con la cabeza.
—No entiendes, Tristán. Toda mi vida he sido el blanco de chismes. Pero ahora… ahora me duele más porque siento que te arrastro conmigo.

La abracé en medio del pasillo, sin importarme que todos miraran.
—Déjalos hablar. Yo sé quién eres. Y no pienso dejarte sola en esto.

Mateo fue uno de los pocos que realmente me apoyó. Una noche, mientras jugábamos en línea como solíamos hacer, me dijo:
—Sabes que el camino con Emma no será fácil, ¿verdad?
—Lo sé —respondí.
—Entonces no seas imbécil. Si de verdad la amas, demuéstraselo todos los días. Ella ya sufrió demasiado.

Sus palabras me golpearon como un recordatorio: amar no es solo sentir, es demostrar, construir, sostener incluso cuando las fuerzas fallan.

El verdadero desafío vino con la reunión de egresados. Emma no quería ir; decía que no soportaría las miradas, ni mucho menos encontrarme con Andrea, la mujer con la que supuestamente me habían relacionado años atrás. Yo insistí en que fuéramos juntos.
—Es nuestra oportunidad de mostrar que no tenemos nada que ocultar —le dije.

La noche de la fiesta, cuando la vi bajar las escaleras con ese vestido rojo que se ceñía a sus curvas, supe que estaba perdido. Cualquier plan racional desapareció. Solo quería gritarle al mundo que ella era mía.

Durante la velada, muchos se acercaron a saludarme, a ofrecerme copas, a hablar de negocios. Yo respondía por inercia, porque toda mi atención estaba en ella. Emma reía con algunas amigas, pero cada tanto me buscaba con la mirada. Ese pequeño gesto era nuestro código secreto: “aquí estoy, no me he ido”.

La tensión explotó cuando Andrea apareció. Sus palabras fueron veneno disfrazado de cortesía.
—Vaya, Tristán, me sorprende verte con… ella. —Sonrió con falsedad—. Pensé que tu historia con alguien de verdad ya estaba escrita.

Sentí a Emma tensarse a mi lado. Tomé su mano con firmeza y la besé delante de todos.
—Mi historia siempre fue con ella —respondí, mirándola a los ojos.

El murmullo que recorrió el salón fue ensordecedor. Emma me miró con lágrimas contenidas, y en ese instante supe que había valido la pena cada rumor, cada crítica, cada batalla.

Sin embargo, lo peor aún estaba por venir. Al día siguiente, la prensa sensacionalista se encargó de multiplicar lo sucedido. Titulares ridículos hablaban de “triángulos amorosos”, de “traiciones” y “escándalos universitarios”. Mis socios comenzaron a llamarme, preocupados por la imagen de la empresa. Mi padre me citó en su despacho, su voz cargada de reproche.

—¿De verdad vas a arruinar todo lo que hemos construido por una mujer? —me gritó.

Sentí la rabia subir por mi pecho.
—No es una mujer cualquiera —respondí con calma—. Es la mujer que amo.

Ese día me di cuenta de que el precio sería alto, pero también comprendí que no había vuelta atrás. Emma era mi destino, aunque tuviera que pelear contra el mundo entero.

En mis noches de insomnio, cuando ella dormía en mis brazos, pensaba en todo lo que había cambiado en mí. Antes, mi vida era una lista de objetivos: títulos, dinero, prestigio. Ahora todo se reducía a una sola meta: hacerla feliz.




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