Friendzone

Capítulo 12

—Tristán

El reloj de la sala marcaba las ocho en punto, pero para mí las horas ya no tenían forma. Había pasado toda la tarde caminando de un lado a otro en el departamento, repasando una y otra vez las palabras que debía decir, los gestos que tenía que controlar, el tono de voz con el que planeaba enfrentar lo que venía. Había negociado con presidentes de compañías, había cerrado contratos millonarios y sobrevivido a salas de juntas repletas de tiburones. Y aun así, el simple hecho de pensar en hablar con ella esa noche me tenía más nervioso que cualquier firma que hubiera estampado en mi vida.

Emma.

Su nombre me rondaba como eco, golpeando cada rincón de mi cabeza. ¿Cómo decirle lo que se me acumulaba en el pecho sin que sonara a excusa? ¿Cómo explicarle que todas mis huidas anteriores habían sido más por miedo a perderla que por indiferencia? ¿Cómo convencerla de que, después de tanto tiempo, mi corazón no había cambiado de dueña?

Respiré hondo frente al espejo del pasillo. Mi reflejo no era el del chico inseguro de antes, tampoco el del hombre distante que aprendió a esconderse tras un traje caro. Ahora era alguien distinto, marcado por las cicatrices de los errores y fortalecido por la certeza de lo que quería. Y lo que quería tenía un nombre, unos ojos que me quemaban y una sonrisa capaz de reconstruirme entero.

El timbre sonó. Mi pecho se comprimió.

Fui hacia la puerta y, cuando la abrí, ahí estaba ella: Emma, con ese abrigo azul que le quedaba grande, los labios pintados apenas y el cabello suelto como si el viento hubiera querido reclamarla un poco para sí. Me observó en silencio unos segundos, y en ese silencio cabía todo: las heridas, los recuerdos, la ternura que insistía en sobrevivir.

—¿Puedo pasar? —preguntó, con una voz que parecía al borde de quebrarse.

Asentí y le hice espacio. Ella entró despacio, como quien pisa terreno desconocido aunque lo haya recorrido antes. Su mirada recorrió la sala, la mesa con dos copas preparadas, la botella de vino sin descorchar, los papeles que yo había intentado ordenar en vano.

—Estás nervioso —dijo al fin.

—Lo estoy —respondí sin rodeos.

Nos quedamos de pie frente a frente. Sentí la urgencia de correr hacia ella, de abrazarla, de borrar con un solo gesto toda la distancia acumulada. Pero me contuve. Esta vez debía hacerlo bien.

—Emma… —empecé, y el peso de su nombre en mi boca me tembló en los labios—. He sido un idiota.

Ella arqueó una ceja, y su expresión me obligó a continuar.

—Fui un idiota por callar cuando debía hablar, por huir cuando debía quedarme, por esconderme detrás de responsabilidades que no valían nada comparadas contigo. Creí que alejándome te protegía, pero en realidad solo te hice daño. Y me hice daño a mí mismo.

Ella no respondió de inmediato. Se limitó a cruzarse de brazos y esperar. Esa paciencia suya, mitad calma, mitad sentencia, me obligó a desarmarme más.

—Te necesito, Emma —dije, sintiendo el peso de cada sílaba—. No como un capricho, no como un deseo pasajero. Te necesito porque eres lo único que me hace querer ser mejor, porque sin ti todo lo demás carece de sentido. He probado el éxito, el reconocimiento, los viajes, y nada… nada se compara con la paz de despertar sabiendo que existes a mi lado.

Sentí cómo mi garganta se cerraba, pero continué.

—No vengo a prometerte perfección, sería mentirte. Vengo a prometerte lucha. Voy a luchar cada día por merecerte, por devolverte la confianza que perdí, por demostrarte que no soy el mismo cobarde que huyó. Y si alguna vez lo olvido, recuérdame este momento.

Emma tragó saliva. Sus ojos brillaban, pero no sabía si de rabia, de ternura o de cansancio.

—¿Y qué pasa con todo lo que quedó atrás, Tristán? —preguntó con un hilo de voz—. Con las veces que me dejaste hablando sola, con las noches en que esperé un mensaje tuyo y nunca llegó. ¿Qué hago con eso?

Sentí el golpe en el pecho. No había forma de borrar ese pasado, no podía inventar una excusa mágica. Solo podía ofrecerle mi presente.

—No puedo cambiar lo que ya pasó —admití—. Pero puedo dedicarme a construir lo que viene. Si decides quedarte, haré de cada día una prueba de que valió la pena. Y si decides irte… al menos sabrás que lo intenté con todo lo que soy.

El silencio que siguió fue insoportable. Podía oír el latido en mis sienes, el eco de mi propia respiración. Emma me observaba, y yo me sentía desnudo ante sus ojos, sin armaduras ni máscaras.

Finalmente, se acercó un paso. Solo uno. Lo suficiente para que el aire entre nosotros se cargara.

—Te escucho —dijo—. Pero aún no sé si puedo creerte.

Yo asentí.

—Lo sé. Y no voy a presionarte. Solo dame la oportunidad de demostrarlo con hechos.

Fue entonces cuando bajó la guardia por un instante. Sus hombros se relajaron y sus labios temblaron apenas. Vi en ella la lucha interna: la voz que le gritaba que huyera, y el corazón que le rogaba quedarse.

No resistí más. Me acerqué despacio, levanté una mano y, con la mayor delicadeza que pude, acaricié su mejilla. Ella cerró los ojos, y esa rendición silenciosa fue mi respiro.

—Emma… —susurré—. Te amo.

No hubo respuesta inmediata, pero tampoco se apartó. Sus ojos se abrieron y, por primera vez en mucho tiempo, vi en ellos algo que reconocía: esperanza.

Ese instante, breve y eterno, fue suficiente para mí.

Sabía que aún quedaba un camino largo, lleno de pruebas y temores. Pero también sabía que esa noche, en esa sala, había dado el primer paso real hacia la vida que siempre soñé tener con ella.

No recuerdo cuánto tiempo permanecimos en ese borde indeciso en la sala, con sus ojos clavados en los míos y mi mano todavía sobre su mejilla. Fue un instante y fue un siglo. Cuando por fin respiré como se debe, me aparté un paso, no por falta de ganas, sino por respeto al verdadero trabajo que nos esperaba: sostener lo dicho con hechos, amortiguar la inercia de años de equívocos y levantar, ladrillo a ladrillo, algo que pudiera llamarse hogar sin sonrojarse.




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