Friendzone

Epilogo

Nunca supe si el amanecer era realmente distinto o si lo que cambia es la forma en que uno lo mira. Esa mañana, cuando el sol entró por la ventana y se derramó sobre el suelo como un vino lento, me descubrí respirando distinto. Tal vez porque, por primera vez en años, no estaba corriendo detrás de un fantasma ni escondiéndome de un rumor. Emma dormía a mi lado, el cabello revuelto sobre la almohada, los labios entreabiertos como si todavía le susurrara a un escenario invisible. Yo la miraba con la gratitud torpe de quien se sabe sobreviviente de sus propios errores.

Me quedé así un buen rato, como si mis ojos pudieran grabar cada detalle. Pensé en todos los caminos que me trajeron hasta aquí: las veces que huí por miedo, los silencios que pesaron como cadenas, las discusiones con mi padre, los ensayos de ella que miré desde la sombra. Todo ese mapa caótico había desembocado en este instante de quietud, y yo no quería moverme para no espantarlo.

Me levanté despacio, preparé café con manos cuidadosas y dejé una taza frente a ella. No porque necesitara despertarla, sino porque quería que, al abrir los ojos, supiera que yo estaba ahí. Eso era lo que me prometí: estar. El verbo más simple, el más difícil de sostener.

Mientras el aroma llenaba la cocina, repasé en mi cabeza la última semana. Su concierto, los aplausos, el silencio que siguió cuando bajó del escenario y me buscó con la mirada. Mi decisión de quedarme al margen, no para ocultarme, sino para no robarle el aire. La cena después, las risas, las conversaciones cortas y claras. Los hábitos que ensayábamos como si fueran escalas musicales: avisar, llegar, escuchar, callar cuando el silencio dice más.

Cuando volvió a abrir los ojos y me sonrió con esa pereza hermosa de quien todavía pertenece a los sueños, sentí que algo dentro de mí se ordenaba.

—¿Cuánto llevas despierto? —preguntó con voz ronca.
—Lo suficiente para saber que este café te va a gustar.
—Si está malo, no te culpo. Lo que importa es que lo intentaste.

Rió y bebió un sorbo. Yo me descubrí sonriendo como un idiota.

La vida después del torbellino no fue un cuento perfecto. Hubo llamadas inoportunas, rumores que no morían, entrevistas que buscaban la grieta. Pero ya no me sentía desnudo frente a eso. Había aprendido a cerrar las puertas correctas y a abrir las ventanas que sí daban aire. Emma lo entendía también. Cuando un titular malicioso apareció un lunes en la mañana, ella lo miró, lo borró y se fue a ensayar como si el papel digital no mereciera su voz. Yo la seguí con el corazón ligero.

El verdadero cambio no estaba en el mundo; estaba en nosotros. En cómo nos buscábamos con la mirada en medio del ruido, en cómo sabíamos cuándo callar y cuándo hablar. En cómo la rutina se volvió ritual: pan torcido en la mesa, notas en la nevera, mensajes breves a mitad de la jornada. Habíamos construido un idioma propio, y ese idioma era hogar.

Un domingo, volví a casa de mis padres con ella. La mesa estaba llena, mi madre con la sopa lista, mi padre serio pero con un brillo distinto en los ojos. Emma se sentó a su lado y le preguntó por su huerta como si siempre hubiera sido su hija. Yo los observaba y sentía que mi vida, tan rota en tantos momentos, por fin encontraba un ritmo.

Después de comer, mi padre me llevó al patio.
—No la dejes sola —me dijo, sin rodeos.
—No lo haré.
—No prometas. Hazlo.

Asentí. Era la primera vez que lo veía confiar en mí sin condiciones. Supe que ese gesto valía más que cualquier contrato.

La tarde nos encontró caminando de regreso, sin prisa. Emma tomó mi mano y me dijo:
—¿Sabes qué es lo que más me gusta de ti ahora?
—Que hago buen café —intenté bromear.
—Que ya no huyes.

Sus palabras fueron un bálsamo y una condena a la vez. Una confirmación de que mi batalla no era contra los rumores ni contra el pasado, sino contra esa parte de mí que siempre quiso escapar.

Miré el cielo, la escuché tararear una melodía, y comprendí que el epílogo no era un final, sino una continuidad. El amor no había llegado para salvarme, sino para enseñarme a quedarme.

Y en ese quedarse, en ese verbo sencillo y rotundo, estaba todo.

No sé en qué momento exacto el tiempo dejó de ser una persecución y se convirtió en un lugar. Tal vez fue el día que dejé de mirar la puerta mientras Emma cantaba, por miedo a que alguien entrara para arruinarlo todo, y empecé a mirar la línea de sus hombros cuando respiraba el primer compás, como quien vigila la marea para aprender a volver a casa. Tal vez fue cuando mi padre, con sus silencios de hierro, me dijo “¿en qué les ayudo?” y yo entendí que el amor no siempre se anuncia; a veces se sirve humeante en un plato de sopa y eso basta. O tal vez fue simplemente hoy, esta mañana, cuando escribí “8:59” en el papel de la panadería y supe, con una claridad casi física, que esa hora no es un minuto del reloj: es la geografía donde me quedo.

Desperté antes que Emma, como casi siempre. No fue ansiedad. Fue gratitud. Hay una diferencia que me llevó toda la vida aprender. La miré dormir con esa dignidad que tiene el sueño cuando nadie lo vigila para huir. El mechón rebelde le cruzaba la frente y yo, con la precisión de quien ya conoce el mapa, se lo aparté despacio. No se despertó. Sonrió, quizá por una música que no oí. Me quedé un rato escuchando el aire que hacíamos juntos y, por primera vez, no inventé escenas de catástrofe en los márgenes. No había margen: había centro.

Me levanté en puntas, puse el agua, molí el café con ese movimiento que ya hace a la misma velocidad que mi pulso, y busqué la canela. Nunca falta, aunque a veces falte todo lo demás. Es mi recordatorio de que escucho, de que la memoria también alimenta. Mientras el hervor subía, saqué el “Libro de después” y lo dejé abierto por la página donde ella escribió: “Hoy canté sin micrófono y me escuché.” Al lado, mi garabato de paraguas inútil y la frase que me sostengo todos los días: “Si se corta el sonido, prender la casa por dentro.” La casa ya no es una dirección; es un conjunto de hábitos. Tazas, pan torcido, ventanas que se abren, teléfonos boca abajo, respiraciones en cuatro.




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