Fruto del destino

Capítulo 35: Cenizas

Olivia

Dicen que lo único que queda del amor cuando se desvanece son los recuerdos. Yo no estoy de acuerdo con esa frase porque además de recuerdos hay sentimientos y sensaciones. Por mucho que quieras apartarlas siempre seguirán ahí, de una manera más presente que otras. Pero siguen ahí. A veces solo basta con volver a encender la mecha con una chispa que desata la explosión al instante. Porque a veces piensas que tienes todo bajo control pero que en lo más profundo de tu ser hay esa incertidumbre de la vida. Esa que no puedes controlar porque es innata. No puedes tratar de buscar una respuesta a todo porque muchas veces simplemente no la hay. Y tenía razón, no la había.

Siempre traté de buscar una razón por la cual todo se desarmó ante mis ojos, trataba de buscar una explicación, un culpable. Pero no era lo que realmente necesitaba hacer. Simplemente necesitaba rehacer mi vida para darme cuenta de que hay veces que algo acaba y que acaba sin más.

Mi vida nunca fue fácil. Tampoco puedo decir que fue dura. Pero no fue del todo agradable que yo recuerde.

Me pasaba los días y las noches encerrada en mi habitación. Creando mundos nuevos porque al fin y al cabo no me gustaba vivir en la realidad. En esta realidad.

En el colegio nunca tuve amigos, fue una infancia dura porque ver como todos tus compañeros de clase compartían sentimientos y fortalecían una bonita amistad mientras yo me quedaba mirando desde la distancia no era nada agradable. Siempre pensé que nadie querría ser mi amigo porque ya me había acostumbrado a vivir sin ello. Estar sola durante los recreos se hacía bastante pesado y siempre acababa sola en una esquina sentada mientras me limitaba a observar como los demás eran felices. Nunca me atreví a acercarme a ellos porque cuando por fin conseguía reunir la fuerza suficiente para hacerlo, siempre me respondían dándose la vuelta mientras me ignoraban.

Ese sentimiento no debería sentirlo nadie, mucho menos una niña pequeña que solo quiere ser feliz, disfrutar de la niñez y jugar con amigos. Ser rechazada por la sociedad desde tan pequeña traía sus consecuencias porque ya vivía con ese miedo constante al ser rechazada o al qué dirán. Algo tan inevitable como eso.

La adolescencia fue más de lo mismo. Solitaria. Ver cómo al crecer todo seguía igual y nada había cambiado fue horrible. Ver cómo te marginaban por ser supongo que diferente a ellos me llevaba a lo más profundo del abismo. Estaba completamente sola.

Mi abuela era una persona alegre, muy carismática y cariñosa. Ella conseguía hacerme sentir acompañada. Ella era la persona más cercana a la que pude llamar amiga desde pequeña. Éramos como uña y carne. Siempre juntas.

Ella solía decirme que el mundo a veces era injusto, que las personas más buenas eran las que siempre acababan lastimadas. Solía decirme que la soledad no era un sentimiento feo ni horrible, a veces era la mejor opción. Vivir engañada en una mentira no hacía sentirte mejor. La soledad era el primer paso para renacer y encontrar a aquellas personas que sí merecen la pena. Aquellas por las que vale la pena luchar.

Mi abuela solía decir que las segundas oportunidades nunca solían funcionar porque realmente las personas no cambian con el tiempo. Simplemente aprenden a ser como quieres que sean.

Yo no estaba de acuerdo. Para mí las segundas oportunidades dependían de las personas. Y como ella decía, hay personas por las que vale la pena luchar.

Un día simplemente toda esa pequeña felicidad que nacía en mí gracias a ella se esfumó. Tan siquiera sin decir adiós. Se fue.

Nunca supe sobrellevar las situaciones difíciles y ella era la única persona que realmente me entendía. Ahora que ella no estaba, ¿quién me ayudaría a superar su muerte?

Pensaba en ella cada día, el dolor yacía presente en mí. No comía. No bebía. No salía.

Solamente encontré una manera para que ese dolor que había en mi desapareciera, nunca fue la mejor opción, pero si la única que creía válida. Me pasaba el día durmiendo, llorando mientras me quedaba mirando la ventana. Deseando que todo esto solo fuese un mero sueño. Suplicándole a la vida que esta no fuese la cruda realidad. Porque me daba miedo. Me daba miedo enfrentarme a la realidad

Siempre me gustó mirar el cielo de noche con ella, tumbarme en la hierba y contemplar las estrellas, intentando ver constelaciones. Hasta que me di cuenta de que ella ya no estaba conmigo para verlas porque ya estaba viéndolas desde más cerca. Ella se había convertido en una estrella más. Pero no una cualquiera. Ella se había convertido en la estrella más brillante y luminosa que podía decorar el cielo. Porque ella brillaba con luz propia.

Y te das cuenta de que nada volverá a ser igual. Esa soledad no será la misma, será más amarga. Y cuando crees que no puedes caer más profundo. Cuando todo se tuerce. En ese momento solo piensas en que nunca volverás a sonreír, nunca verás con los mismos ojos las cosas con las que antes lo hacías. Ese dolor que provoca la partida de un ser querido es inigualable.

Cuando creces y el tiempo pasa simplemente aprendes a disuadir ese dolor. Ya no piensas tanto como antes en ello. Simplemente te has mentalizado de que esa persona no regresará y que lo único que quedará serán los recuerdos.

Mi mirada quedó puesta en Nick. Estábamos en la sala de cine que tenía en su casa.

—¿Por qué ese final? —Me indigné mientras lloraba.

—A veces no todos los finales son felices.

—Pero él tenía elección. Eran felices...

—Supongo que hay ocasiones en las que prefieres rendirte.

—¿Me estás diciendo que no valía la pena luchar por ella?

—No, no es eso. Simplemente él no quería vivir su vida y ella tenía una vida por delante. Suena egoísta decir esto, pero él le abrió el camino hacia una nueva vida. Aunque eso significase tener que aceptar las decisiones de los demás. Puede que ellos dos juntos fuesen felices. Pero eso no quiere decir que con eso baste—suspiró—Puede que el amor a veces no sea suficiente.




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