Gale llevó algunas de mis ropas a la habitación que me vi obligado a utilizar desde entonces, junto a las habitaciones que Noemia ordenó prepararle a Amace. Para mi sorpresa, una semana antes de llegar.
Sobre el sencillo escritorio de madera fueron acumulándose, minuto a minuto los informes que en un día normal debían concentrarse en mi oficina, ubicada en la segunda planta del palacete militar. Mis habitaciones y las bodegas principales de armamentos y provisiones, a pesar de llevar poco tiempo en funcionamiento, eran parte esencial del funcionamiento del palacio. Pero me hallaba ahí, lo suficientemente cerca de Amace como para controlar el flujo de su magia.
Antes de darme cuenta, la noche se cernía sobre Radwulf.
Cerrando los ojos, sentí su presencia en el mismo punto dónde estaba la última vez que la había comprobado. Supuse entonces, que aquel punto era su alcoba, y ella dormía presa del cansancio.
Ella me necesita...
El insoportable dolor de cabeza, no hacía más que empeorar con el murmullo quejumbroso de la vocecilla. Algo bastante ruidoso como para tolerarlo.
Así que me deje caer sobre la incómoda cama a medio desvestir, con la oscuridad apenas atenuada por la lumbre de un candelabro, y la certeza de la presencia que inició toda mi tortura. Ingresando en un sueño incómodo, ordene a mi magia mantenerse sobre la de ella...
Desde hace tres días, Kuejt se había agitado manteniendo en alerta a la población en sus faldas. Era bien conocida la peligrosa constante del humo que se alzaba desde su cráter, pero ello jamás atemorizó a los visitantes que, en busca de las aguas cálidas de las termas, siempre llegaban a las posadas extendidas a lo largo y ancho de los pueblos y la ciudad. Mientras que los habitantes hacían su vida en torno a estas, y a los recursos extraídos de las minas.
Mis padres mantenían a nuestro robusto caballo, Tath, bien alimentado y ejercitado, listo para ser utilizado en caso de producirse una erupción. Cosa habitual en tantas otras familias. Sin embargo, la ventaja más importante sobre el poder de la naturaleza era yo. Mi bendición de fuego, me permitía recorrer las amplias tierras calientes más allá del límite tóxico del poblado. El calor que en mi cuerpo abundaba, solo recibía con regocijo el cálido entorno del que fue mi hogar. En contraste con Quajk, bastante más al noreste, Kuejt goza de veranos extremadamente cálidos e inviernos templados.
Y aquel verano, cargado con la alerta que el movimiento terrestre provocó, me aventuré a las alturas por curiosidad.
El maestro Balkar tenía programado llegar en una semana o más, y todo lo que me enseñaba sólo salía a flote en raras ocasiones. Yo sabía que matar es malo, sabía que encender las cosas llenaba de temor y lágrimas a mi madre, sabía que mi padre me castigaría. Sabía perfectamente que la magia en mí podía convertirme en aliado indispensable para el reino, o en el peor de los casos, un enemigo poderoso.
Nada de eso me importaba.
Las personas se engañan a sí mismos cuando piensan que pueden controlar el fuego, que no les dañará y que tienen todo bajo control. Es mentira. Soy el único que realmente puede controlarlo, porque simple y sencillamente es parte de mi.
De todo lo que soy.
Pero aquel día, en lo alto de Kuejt, divisé el mundo a mis pies y recordé la última enseñanza del maestro; No importa qué tan fuerte seamos, si perdemos nuestra humanidad, es el fin. Fue entonces que la tierra bajo mis pies volvió a agitarse, logrando que perdiera el equilibrio. De rodillas sobre la caliente tierra, sentí como la fuerza del magma ascendía con rapidez.
Kuejt en erupción.
Durante los breves segundos que tuve para pensar, descarte la posibilidad de huir. Habría sido inútil, lo sabía, y nada bueno saldría de ello.
Pensando en ella subí más y más alto hacia la cumbre, con piernas inestables por los temblores. Pero no logré llegar al cráter antes de que Kuejt lanzará una enorme ráfaga de cenizas hacia el cielo azul.
Soltando una grosería propia de mi padre, me deje caer sobre la tierra de rodillas y con mis manos escarbe en la tierra tanto como pude. Cerré los ojos y respirando profundamente, me permití saborear la fuerza de una de las formas naturales del fuego. El aire caliente llenó mis pulmones y envolvió mi cuerpo mientras me obligaba a absorber toda esa fuerza. Sentía como mi cuerpo excedía su capacidad con rapidez, pero no me permití parar. Salía desde el centro mismo de la tierra a borbotones, sin disminuir, tanta energía acumulada que destruiría la ciudad y sus alrededores por completo. Quizá hasta Ro'ime, con un manto ardiente y tóxico que acabaría con toda vida, a una velocidad que haría imposible huir.
Así que dejé que me llenara, casi ahogándome hasta que perdí toda noción de mi mismo...
Cuando mis ojos se abrieron nuevamente, pesados por el cansancio, la oscuridad de la noche cubría todo. La luna brillando en el cielo sobre mi cabeza, sacó una sonrisa de mis resecos labios.
—Hola, Zafhro Regwos —dije en un murmullo ronco, apenas audible.
El suave resplandor se intensificó de repente, cegándome por unos segundos, para luego desvanecerse tras las nubes que ocultaron su figura. Inhale profundamente y me senté. Di un vistazo a mis manos manchadas y maltratadas, sintiéndome ligero mientras un frío e ininteligible susurro llegaba a mis oídos.
Aún hoy, no sé cómo fue posible que me pusiera de pie y bajará de regreso a la ciudad, yendo a mi casa con pasos firmes y constantes. No sé cómo lo logré, pero volví a mi casa donde mamá me recibió con sus brazos abiertos, evidentemente preocupada, y mi padre trató de sacarme alguna respuesta mientras perdía el conocimiento... totalmente agotado.
Unos días después, cuando el maestro Balkar llegó antes de lo previsto y yo logré mantenerme despierto con esfuerzo, se le informó sobre lo ocurrido con el volcán y sin preguntarme detalles, él me dijo que debía agradecer a la Diosa Zafhro.