Roma, hace cinco años.
Catalina caminaba descalza. La túnica blanca le rozaba los tobillos con cada paso y sentía el piso de piedra, aún tibio, bajo la planta de los pies. Detrás quedaban el templo, el fuego sagrado, su cabello colgando de un árbol como ofrenda a la diosa. Adelante, un pasillo largo, silencioso, un umbral cerrado.
No se atrevía a mirar atrás.
Una de las vestales mayores abrió una puerta alta de madera clara. No dijo su nombre, no le tocó el hombro. Solo la miró con algo parecido al cansancio, se hizo a un lado y le indicó la entrada con un leve movimiento del mentón.
Catalina entró.
La habitación era pequeña. Sencilla. Una cama baja, sin respaldo. Una mesa de madera pulida. Una vasija con agua. Las paredes blancas, limpias, demasiado perfectas. No había espejos. Ni colores. Ni rastros de ella. No parecía un dormitorio. Parecía una celda.
Se sentó en el borde de la cama, con las manos sobre el regazo, la mirada fija en las rodillas. Sintió el hueco donde antes caía su cabello, largo, oscuro, que su madre solía trenzarle en silencio por las mañanas antes de ir a la escuela. Ahora ya no estaba. Ni su madre, ni sus trenzas, ni su casa. Nada.
Isabella. Bella. La madre que había muerto sin explicar nada.
¿La había amado de verdad? ¿Había amado a su padre? ¿O todo había sido una mentira bajo una túnica blanca?
Catalina apretó los dientes. Pensó en Malena, su hermana. La última vez que la vio fue en el entierro de Bella. No hablaron. No lloraron juntas. Sebastián se la llevó esa misma noche. “Malena vendrá después”, le dijeron. Pero eso nunca ocurrió. A ella la enviaron a Roma. Sola. Como si su vida pudiera arrancarse de raíz sin consecuencias.
Ahora estaba allí. Trece años. Vestal. Vacía.
Una niña que ya no tenía madre, ni hermana, ni voz.
Un golpe suave en la puerta la sacó del trance.
No esperaron respuesta. La mujer que entró caminaba erguida, con una calma que no parecía de este mundo. Tenía el rostro surcado por el tiempo, pero no había debilidad en sus ojos. Su túnica era más densa, más rica en textura. El cinturón de hilo dorado caía perfectamente simétrico. Había en su porte algo casi insoportable.
—Catalina —dijo.
No pidió permiso. No preguntó cómo se sentía.
—Soy Occia, Vestalis Maxima. A partir de hoy, soy la voz de esta casa. Y tú, aunque no lo creas, eres una de las nuestras.
Catalina no respondió. No por rebeldía, sino porque la garganta le ardía con todo lo que quería decir y no podía. Estaba rota por dentro, intentando entender por qué nadie la había defendido, por qué todos habían aceptado tan rápido que debía irse, que debía pertenecer a otra vida que no era la suya.
—Estás aquí porque así lo decidió el fuego. No fuiste elegida por azar, ni por castigo. Fuiste nombrada por el destino que arde y no se apaga.
—Yo no elegí esto —murmuró Catalina.
—Ninguna de nosotras lo hizo.
Occia caminó hasta la mesa, tocó la superficie con los dedos, como si leyera algo invisible. Luego la miró.
—¿Quieres saber qué somos, Catalina?
Silencio.
—Somos cinco. Deberíamos ser seis. Una murió. Y tú la reemplazas. Somos la única barrera entre el caos y el orden. Mientras el fuego de Vesta arda, nuestro orden se mantendrá en pie. Cuando ese fuego se apaga... el mundo tiembla.
Catalina respiró hondo. Se obligó a mirar a Occia. Sus ojos eran oscuros, casi muertos, como un lago sin viento. Le parecía increíble que esa mujer también hubiese sido niña alguna vez.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—Tu madre —dijo Occia con una calma helada— amó fuera del fuego. Rompió el voto. Fue condenada. Pero escapó. Y dio a luz a dos hijas. Tú eres una de ellas. No eres tu madre, pero llevas su marca. Y eras elegible. Eres la indicada. Perfecta en todos los sentidos.
Catalina sintió un escalofrío. Le dolía el estómago. Sentía que todo lo que había sido hasta ese día estaba desapareciendo sin remedio.
—¿Elegible?
—El fuego no arde sin sacrificio. No protege sin costo.
Occia se agachó frente a ella, de modo que sus ojos quedaran a la altura de los de Catalina.
—¿Sabes lo que puede hacer una vestal?
Ella negó con la cabeza.
—Puedes, con un gesto, salvar la vida de un hombre condenado a muerte. Ningún magistrado, ningún emperador, puede desoír esa decisión. Si una vestal cruza el camino de un condenado hacia la ejecución y pide por él, ese hombre vive.
Catalina abrió los ojos, por primera vez con algo parecido al asombro.
—¿Por qué?
—Porque representas a Vesta. Porque eres pureza viviente. Porque tu palabra no se discute. Mientras no rompas el voto, tu poder es absoluto. Pero si lo haces... —Occia se incorporó— ...tu cuerpo será enterrado vivo. Y Roma perderá su fuego.
Catalina se quedó quieta mucho tiempo después de que Occia se fue. No supo cuánto. La luz del sol bajaba por una rendija de la ventana en lo alto, avanzando como una línea de oro sobre la pared. Afuera, alguien caminaba. O muchas personas. Realmente daba igual. Pero adentro, solo ella y el eco de su respiración.
Se acostó sin quitarse la túnica. Miró el techo blanco, liso, sin grietas, como si el mundo allá afuera hubiese sido borrado. Cerró los ojos, pero el cuerpo no obedecía. El corazón latía rápido. Como si todavía esperara algo. Como si aún pudiera despertarse en su casa, en su cuarto, con Bella cantando en la cocina. Tarareando una canción antigua.
Pero eso ya no existía.
No lloró. Las lágrimas no salían. Ni siquiera sabía dónde estaba. Solo sentía el peso en el pecho, como si la hubieran cubierto con una losa.
Su madre había sido una vestal. Había roto las reglas. Se había enamorado. ¿La habían intentado enterrar viva? ¿Había escapado? ¿Por qué nunca le dijo nada?
Catalina sintió rabia. No por haber nacido. Sino por haber vivido a ciegas. Por no haber tenido elección. Por haber sido entregada como si fuera un objeto sagrado, sin voz ni voto.