Aún era de noche cuando Catalina se levantó. El silencio del templo era tan denso que podía escuchar su propia respiración. Se envolvió con la túnica blanca y caminó descalza hacia el vestíbulo, donde la escoba ritual la esperaba apoyada contra una de las columnas. El mármol, frío bajo sus pies, parecía murmurar recuerdos antiguos.
Cada año, antes de la preparación de la Mola Salsa, el templo debía ser purificado. No bastaba con barrer la suciedad. Había que limpiar las sombras. Catalina tomó la escoba con ambas manos y comenzó a barrer lentamente, desde el atrio principal hasta la sala del fuego sagrado. No podía omitir un solo rincón. Cada barrido era una oración silenciosa, una súplica para que Vesta aceptara la ofrenda.
Mientras barría, su mente se desvió hacia Malena, su hermana gemela, que vivía en otro país con su padre. Siempre se había preguntado cómo sería su vida si no hubiera sido elegida como vestal. Si Malena hubiera sido “la elegida”. A veces la envidiaba, sin saber por qué. Imaginaba una existencia libre, llena de opciones, sin el peso de los rituales ni las miradas constantes. Sin embargo, lo que ignoraba era que Malena vivía con carencias que Catalina nunca conocería: la falta de seguridad, la incertidumbre diaria, las necesidades básicas que Catalina tenía cubiertas gracias a su rol.
Recordaba que, cuando niña, había sentido que Malena tenía todo lo que ella deseaba: libertad, cariño paternal, una vida sencilla sin presiones ni prohibiciones. Pero Catalina no sabía que Malena, lejos de la protección del templo, luchaba contra la soledad, la inestabilidad económica y la falta de apoyo. Su padre, a quien no veía desde hacía años, apenas le alcanzaba para lo imprescindible. A pesar de su apariencia perfecta, Malena enfrentaba batallas que Catalina ni siquiera podía imaginar.
Con el templo ya purificado, las demás vestales comenzaron a llegar. La luz de las primeras antorchas se encendió con el fuego sagrado, proyectando largas sombras en las paredes. Alessia, la segunda mayor de todas, se acercó a Catalina con una sonrisa calmada y solemne.
—Hoy será un día importante —dijo—. Muchas mujeres vendrán a vernos. Las madres de familia han sido invitadas a presenciar cómo preparamos la harina sagrada, la Mola Salsa.
Catalina asintió. Le gustaban esos días, no porque disfrutara ser observada, sino porque le recordaban que su labor tenía un propósito que trascendía el templo.
Poco antes del alba, las puertas del templo se abrieron para recibir a las visitantes. Algunas mujeres llegaron con sus hijos pequeños, otras solas, todas con respeto y cierta curiosidad. La ceremonia, que antes era cerrada, ahora se hacía pública para fortalecer el vínculo con la comunidad.
Mientras esperaba que la ceremonia comenzara, Catalina pudo escuchar fragmentos de conversaciones entre las madres. Algunas preguntaban con voz baja por qué ya no se sacrificaban animales. Otras recordaban historias antiguas que sus abuelas les habían contado, relatos donde la sangre de un toro o una oveja se ofrecía para calmar la ira de los dioses.
Catalina se acercó a Alessia y le preguntó:
—¿Por qué ya no se sacrifican animales en las ceremonias?
Alessia la miró con paciencia y respondió:
—Con el tiempo, comprendimos que el verdadero sacrificio no reside en la sangre derramada, sino en el compromiso constante y en la pureza de nuestro espíritu. La violencia no es necesaria para honrar al fuego sagrado. Es una fuerza viva que alimentamos con respeto y sacrificios simbólicos.
Las mujeres que la escuchaban parecían aceptar la explicación, algunas con resignación, otras con entendimiento.
Catalina se colocó junto a la mesa de mármol donde ya estaban dispuestos los ingredientes: trigo limpio y molido, sal marina, agua purificada y hojas de laurel. Alessia anunció en voz clara para que todas escucharan:
—Hoy prepararemos la Mola Salsa. Esta harina sagrada es nuestra ofrenda anual al fuego de Vesta. Con ella renovamos nuestro compromiso con Roma y con su protección.
Catalina tomó el molino de piedra y comenzó a moler el trigo con manos firmes. El sonido del grano al quebrarse era hipnótico, como un eco lejano de siglos de historia que aún latía en el templo.
Mientras molía, sus pensamientos volvían a Malena. Se preguntaba si alguna vez entendería el peso de la responsabilidad que llevaba. Malena nunca había conocido la calma del fuego sagrado ni la protección del templo. Su vida era una lucha constante, aunque Catalina no lo supiera.
Desde el público, una mujer se animó a preguntar:
—¿Y qué sacrifican ustedes, las vestales?
Catalina detuvo el molino por un momento y respondió con voz serena:
—Nosotras mismas. Renunciamos a tener hijos, a amar libremente, a formar una familia. Vivimos al servicio del fuego. Eso es lo que ofrecemos.
Alessia añadió con solemnidad:
—Lo hacemos para que ustedes puedan tenerlo todo. Para que sus hijos crezcan en paz y para que Roma siga de pie y protegida.
El aire se volvió solemne. Catalina continuó con la preparación, mezclando cuidadosamente la sal, el trigo molido y el agua. La masa resultante era espesa y cálida al tacto. Modeló pequeños discos con manos delicadas y seguras; nada podía estar fuera de lugar.
Cuando todo estuvo listo, las vestales colocaron las bandejas con la Mola Salsa frente al fuego sagrado. Occia, la Vestalis Maxima, apareció con su porte majestuoso y su túnica ceremonial. La ceremonia comenzó con un canto bajo y uniforme. Las voces de las seis vestales se elevaron en un susurro prolongado que llenó el templo con una energía antigua y poderosa.
Una a una, las vestales ofrecieron sus panes al fuego. Cuando fue el turno de Catalina, sus manos no temblaron ni dudaron.
El fuego aceptó la ofrenda con un crepitar intenso, como si reconociera la pureza y entrega depositadas en ella.
Al concluir la ceremonia, Occia tomó la palabra: