La puerta del despacho de Occia se cerró de golpe, haciendo temblar levemente los candelabros colgados en el corredor. Chiara salió con el rostro encendido por la rabia y las lágrimas luchando por no caer. Caminaba con pasos rápidos, resonantes, como si cada zancada quisiera atravesar el mármol. La túnica blanca se agitaba a su alrededor, perdiendo la armonía con cada movimiento brusco. A pesar del esfuerzo por mantener la compostura, su orgullo herido se notaba en la tensión de los labios y la mirada baja que evitaba cruzarse con nadie.
Catalina, que justo se encontraba por entrar al despacho, se hizo a un lado para dejarla pasar. Chiara apenas le dirigió una mirada cargada de rencor, que no necesitó palabras para transmitir lo que sentía. Durante semanas había entrenado, practicado oratoria, estudiado historia religiosa, todo para estar lista para la muestra en el museo. Y ahora, con una frialdad desconcertante, Occia había decidido reemplazarla.
Al entrar, Catalina sintió de inmediato el cambio de temperatura en el ambiente. Era como si la habitación estuviera impregnada de electricidad. Alessia ya estaba sentada frente al escritorio de Occia, con la espalda erguida, el mentón ligeramente elevado y el ceño apenas fruncido. No estaba enfadada, pero sí incómoda. Su presencia, siempre digna, parecía tener ahora una grieta invisible, como si incluso para ella esa decisión fuera excesiva.
Occia, de pie junto a la ventana, observaba los jardines interiores del atrium sin volverse. El incienso del pequeño altar de Vesta aún flotaba en el aire, mezclado con el aroma a papiro y cera caliente.
—Catalina —dijo Occia con voz neutra—. Cierra la puerta, por favor.
Ella obedeció en silencio y se acercó. La tensión entre las tres era tan densa que podía sentirse en la piel.
—Chiara no está conforme con mi decisión —comenzó Occia, girándose con calma—. Pero aquí no tomamos decisiones para agradar a nadie. Las tomamos por el bien de la misión.
Catalina se sentó lentamente. Alessia le dirigió una breve mirada, casi como una advertencia silenciosa: cuidado con lo que digas.
—Las dos han demostrado, sin haberlo buscado, que generan atención —continuó Occia—. Lo he visto en las visitas al templo, en las cartas que llegan, en los artículos publicados en la prensa. Hay algo en ustedes que despierta interés. Y no voy a ignorarlo.
—¿Qué tipo de atención? —preguntó Alessia, sin ironía pero con firmeza.
—No se trata de vanidad —aclaró Occia—. Es una herramienta. Si logramos que el público se acerque, escuche, se conecte… entonces podemos hablarles de lo que realmente importa. De la llama. De la fe. Del deber. Esta muestra en el museo es una oportunidad, y no puedo desperdiciarla por sensibilidad interna.
Catalina bajó la mirada. Algo dentro de ella se resistía a aceptar el lugar que se le otorgaba. No por falsa modestia, sino porque intuía el dolor de Chiara, y porque nunca le había interesado sobresalir. Recordaba los días en que su único deseo era pasar desapercibida, permanecer en segundo plano. Ahora todo parecía girar en sentido contrario.
—Occia —dijo al fin, sin levantar demasiado la voz—. Sé que no tengo derecho a cuestionar tu decisión. Pero... si hay alguna posibilidad de que Chiara sea reconsiderada… creo que sería justo. Ella se preparó. Quería ir.
Occia no se inmutó.
—Lo sé. Pero también vi cómo reaccionó al no ser elegida. Y esa reacción me confirmó que aún no está lista. La disciplina no se prueba solo con rituales, Catalina. También con humildad.
—¿Y Aelia? —insistió Catalina—. Podría acompañar a Alessia. Ella tiene experiencia, conoce los textos, ha guiado a visitantes. Yo no…
—Tú sí —la interrumpió Occia con suavidad, pero sin dar margen a discusión—. Lo llevas dentro, aunque no lo entiendas todavía.
El silencio cayó unos segundos. Catalina sentía el corazón golpearle el pecho. Quiso insistir, pero algo en la mirada de Occia se lo impidió. Era una decisión irrevocable.
Alessia, que había permanecido callada hasta entonces, habló por fin:
—¿Y si la exposición no sale como esperan? —preguntó, con tono frío—. ¿Si la atención se vuelve en contra? Ya ha pasado antes. No todos comprenden lo que hacemos aquí. Algunos lo ridiculizan. Otros, lo usan para fines políticos.
—Por eso ustedes irán preparadas —dijo Occia—. No se trata solo de mostrarse, sino de representar. De sostener la tradición sin volverse rígidas. De abrirse sin traicionar. Esa es la dificultad… y el poder de este tiempo.
Catalina cruzó las manos sobre su regazo. Sentía una mezcla de honor y peso. La idea de estar bajo la mirada pública la incomodaba, pero también despertaba algo en ella: una voz nueva, una voluntad que no sabía que tenía.
—Hay algo más —agregó Occia, tomando un documento del escritorio—. Catalina, he decidido que participes también en la ceremonia de iniciación de los nuevos guardias. Estarás presente cuando reciban la marca del fuego.
Catalina la miró, desconcertada.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Porque tú entiendes el silencio. Y esa ceremonia necesita silencio, no espectáculo. Porque sabrás estar ahí sin robar el momento a quienes lo viven. Porque tú ves cosas que otras no ven.
Alessia se removió levemente en su asiento, como si aquel gesto de confianza también la tocara. Catalina, por su parte, sentía cómo su mundo interior se inclinaba lentamente hacia una nueva orilla. Había llegado al templo buscando sentido tras la muerte de su madre. Ahora, ese sentido parecía expandirse más allá de sí misma.
—A partir de ahora, tendrás doble responsabilidad —dijo Occia, mirándola fijo—. Representar la imagen que el público ve… y custodiar lo que ocurre puertas adentro. Serás vestal, pero también símbolo. Y debes estar preparada para todo lo que eso implique.
Catalina asintió lentamente. Había una parte de ella que quería decir que no, que todavía no, que no estaba lista. Pero las palabras no salieron. Porque en el fondo sabía que sí lo estaba. O que tenía que estarlo, porque el tiempo ya no esperaba.