Fuera de mi liga

Capitulo 3

Una luz fluorescente zumbaba en lo alto, llenando la tienda casi vacía con un murmullo estéril. Eran poco más de las cinco de la mañana. Emily era la única clienta, vestida con un pantalón de pijama y una sudadera vieja, parada sin moverse frente a la sección de refrigerados. Sujetaba un bote de helado de menta con chispas de chocolate como si llevara en las manos el peso de una crisis moral. Sus dedos dejaban marcas empañadas en la tapa de plástico mientras miraba la etiqueta del precio, entrecerrando los ojos como si la hubiera ofendido personalmente.

—Debería comprarlo. Solo cuesta tres cincuenta. No es una locura, ¿no? Pero… ¿realmente lo necesito? O sea, “necesitar” es algo medio subjetivo. Emocionalmente, definitivamente lo necesito. Eso debe contar como algo. Además, no he llorado en, como, un mes. Eso es prácticamente nivel monje.

Miró su carrito: ramen instantáneo, dos latas de café frío, un paquete de pilas AA y una pelotita antiestrés de marca genérica con forma de rana, con una sonrisa boba congelada en el rostro. Se preguntó cómo se vería a sí misma—una chica vagando por una tienda de conveniencia a una hora absurda, mucho antes de que alguien cuerdo estuviera despierto, comprando sal y cafeína por estrés mientras se aferraba a una ranita tonta como si pudiera arreglarle la vida. Con un suspiro, metió de nuevo la mano en el congelador y agarró otro bote—esta vez de chocolate con trozos de brownie. Qué más daba. Estaba bien.

—Apoyo emocional de reserva. Por si acaso.

Caminó hacia la caja. El cajero apenas levantó la vista de su celular. Emily pasó su tarjeta, luego la volvió a pasar—al revés. La giró, volvió a pasarla, y escuchó el ding.

Clásico.

Afuera, las calles estaban vacías, iluminadas por el resplandor apagado de las lámparas de sodio. Se acomodó el helado bajo un brazo, se subió la capucha y empezó el camino de regreso a casa—sola, como siempre. Miró a la izquierda, luego a la derecha, hacia la calle silenciosa que la llevaba de vuelta. A Emily no le molestaba el silencio. El silencio no le preguntaba por qué estaba comprando helado cuando el resto del mundo dormía. No se preguntaba por qué sus papás no la llamaban desde el martes. El silencio no se preocupaba—y eso lo hacía más fácil de soportar que la mayoría de las personas.

Dobló en la esquina, pasó junto a un gato dormido sobre el cofre de un auto y le hizo un saludo perezoso.

—Buenos días, Capitán Bigotes.

Mientras caminaba, se dio cuenta de que acababa de saludar, sin mucho ánimo, a un gato callejero al que en algún momento se había molestado en ponerle nombre—una señal pequeña pero clara de que sí, había sido una semana rara. Lo que no notó, sin embargo, fue que no había cerrado bien su mochila. La pelotita de rana asomaba por la abertura, con su sonrisa caricaturesca apuntando a la calle desierta, como si se hubiera colado a escondidas y estuviera orgullosa de haberlo logrado.

El desayuno de Emily fue tan irrelevante como siempre. Por un segundo consideró abrir uno de los helados, solo para meterle un poco de caos a la mañana, una pequeña rebelión contra la rutina. Pero no—mejor guardarlos para un momento de verdadera desesperación. El helado era moneda emocional, después de todo, y todavía no estaba en bancarrota.

Le gustaba pensar que ser de sueño ligero tenía su ventaja: la libertad de desayunar a una hora decente o de dejarlo para después sin que pasara nada. Por eso siempre había tiempo para perderse un rato en redes sociales y fingir que eso contaba como estar informada. Instagram tenía a los sospechosos de siempre—amigos subiendo fotos viejas como si no fuera jueves, influencers mostrando vidas tan retocadas que parecía que vivían en otro planeta. Tocaba cada historia sin mucho ánimo, ese gesto moderno que decía “aquí estoy” sin decir nada.

Cuando el ciclo la regresó al inicio, se metió a su propia galería de fotos, con la esperanza—absurda, pero ahí estaba—de encontrar una selfie favorecedora que alguna versión pasada de ella hubiera dejado como regalo. Pero no. No hubo suerte.

Quizá se tomaría una más tarde. O en la semana. Si la luz ayudaba. Y su pelo. Y su ánimo.

Estaba a punto de cerrar la galería cuando se topó con la carpeta de ese viaje a Leavenworth con sus papás. Una expedición rara. Al deslizar el dedo, encontró una selfie de los tres—ella en medio, entre mamá y papá. Su mamá, la abogada corporativa ultra eficiente que una vez le dijo: “Si el nombre de la empresa incluye ‘Holdings’, ‘Partners’ o un número random, cobra el doble.” Su papá, médico convertido en profesor universitario, con memoria enciclopédica y un rango emocional que casi siempre escondía detrás de su distancia académica. Ambos brillantes, ambos ambiciosos, ambos rara vez en casa.

Se quedó viendo la foto más tiempo del que pensaba.

Leavenworth había sido bonito, sí, pero no era por eso que lo recordaba tanto. Era la normalidad del momento—la ilusión fugaz de que eran una familia común haciendo cosas comunes. Ese tipo de recuerdo que te deja una sensación cálida… y un poco vacía al mismo tiempo. Como algo que quieres conservar, pero no sabes muy bien para qué.

Emily estaba hecha bolita en el sillón de la sala, con las piernas dobladas bajo ella y una cobija suave sobre los hombros. El cielo seguía azul marino, ese limbo raro entre la noche y el día. No faltaba mucho para que tuviera que meterse a bañar y alistarse para ir a clases. La pantalla del celular iluminaba su cara mientras deslizaba entre una avalancha de notificaciones sin leer—grupos, recordatorios de clubes, memes de amigos que parecían no dormir nunca.




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