Treinta y dos años. Ese era el número, escrito en letras doradas sobre un pastel que parecía una obra de arte comestible. A su alrededor, estallaban fuegos artificiales en miniatura, iluminando los rostros fascinados de los invitados. Las botellas de champán se alineaban como soldados listos para la batalla, y una multitud gritaba mi nombre con una energía que me recorría como una corriente eléctrica. Podía sentirlo en el pecho: no era un chef más, era una estrella. Y esta era mi noche.
Todo salía perfecto. Mejor que perfecto. La música en vivo levantaba el ánimo, los arreglos florales parecían salidos de una portada de revista, y las modelos de la agencia, impecables, se movían entre las mesas con bandejas en mano y sonrisas que sabían exactamente a qué vino maridar. Las cámaras no paraban de disparar, capturando cada gesto, cada mirada, cada instante en el que el restaurante — mi restaurante — se convertía en un escenario de lujo. Yo, Niko Andros, era el protagonista de una obra que había escrito, montado y dirigido con precisión.
Reía. Brindaba. Recibía regalos que no necesitaba, pero que igual me divertían: relojes que valían más que un carro, botellas traídas de alguna bodega perdida en Europa, viajes, trajes hechos a medida. Todo eso formaba parte del espectáculo. Y me encantaba. Era el resultado de años de esfuerzo, de ambición, de no conformarme nunca. Estaba en la cima, y lo sabía. No me lo habían contado, lo estaba viviendo.
Entre tanto ajetreo, apareció mi madre. Elegante, segura, con ese brillo en los ojos que no necesitaba palabras. Me abrazó sin apuro, y en voz baja, solo para mí, dijo:
— Mañana te espero en casa. Ya sabes que el cumpleaños real se celebra en familia.
Le sonreí. Porque sí, lo sabía. Ella era así: presencia firme, amor sin adornos, y siempre a tiempo, incluso si era solo por unos minutos.
Y luego, ella. La sentí antes de verla. Ese perfume carísimo con notas de vainilla y jazmín que siempre dejaba rastro donde pasaba, sus manos, frías y suaves, rodearon mi cintura desde atrás con una familiaridad que solo ella podía permitirse. Me giré y ahí estaba: Sienna Delacroix, tan espectacular que incluso las luces parecían ajustar su brillo para no opacarla. Alta, impecable, con un vestido que parecía pintado sobre la piel y unos tacones que podrían matar. Me besó en la comisura de los labios con ese aire parisino que sabía manejar tan bien y, se quedó a mi lado el tiempo justo para que todos supieran que éramos algo, pero no tanto como para parecer disponible. Bebió de mi copa, lanzó un par de frases en francés que hicieron reír a los fotógrafos y, antes de irse, me rozó la mandíbula con una caricia rápida.
— Milán me espera, amor. El desfile es mañana y ya voy tarde — susurró, como si le doliera irse, aunque ambos sabíamos que no era del tipo que se detenía por nadie.
Apenas ella se levantó de su asiento, el vacío que dejó fue ocupado al instante. Como si mi noche no pudiera tener pausas, empezaron a llegar otras mujeres. Sonrisas perfectas, copas en la mano, perfumes distintos mezclándose en el aire. Me hablaban de cualquier cosa, pero lo que en realidad decían era lo obvio: querían estar conmigo. Yo escuchaba, reía, coqueteaba un poco, lanzaba frases ambiguas que sonaban a acuerdos no escritos. Porque sí, podía tenerlas, podía tenerlo todo, y lo sabía. Joven, atractivo, millonario, sin novia oficial… ¿qué más se puede pedir? Era el rey de mi propia fiesta, el centro de todas las miradas, el hombre que todos querían cerca y que ninguna quería soltar. Y yo, en medio de todo, convencido de que merecía lo mejor.
La madrugada nos alcanzó sin que me diera cuenta. El bar quedó lleno de copas vacías y botellas abiertas, la música ya no sonaba y los últimos invitados se fueron entre abrazos y promesas huecas. Yo también debía irme, pero no tenía prisa. Con una sonrisa todavía grabada en los labios, rechacé las últimas insinuaciones con la misma facilidad con la que se brinda un saludo elegante. Me quedé solo, sentado frente a una mesa desierta, mirando el techo unos segundos, dejándome envolver por el silencio. Estaba un poco ebrio, pero aún dueño de mí.
Me puse de pie, tomé mi chaqueta y atravesé el restaurante en dirección a la oficina. Siempre revisaba todo antes de irme. Era parte del hábito. Parte del control.
Los empleados ya habían empezado a limpiar. El sonido del agua, los trapos contra el acero, las cajas apiladas en silencio. En minutos, el lugar estaría listo para volver a empezar.
Encendí la luz de mi lugar privado y lo vi enseguida. Sobre el escritorio, justo al centro, un sobre negro de bordes rectos, cerrado con una cinta roja de tela satinada. Imposible no notarlo. Parecía caro. De esos que no se tiran a la basura sin mirar.
Lo tomé con una mano. El papel era grueso, caro, de esos que no se usan para cualquier cosa. Adentro, una tarjeta del mismo color. Letras rojas, en relieve. Sin firma, sin logo, sin pista de quién lo había dejado. Muy elegante para ser una broma, demasiado raro para ser una felicitación común.
Feliz cumpleaños, Niko Andros.
Qué emocionante debe ser celebrar un año más... cuando técnicamente ni deberías existir.
Los nacidos el 29 de febrero no pertenecen del todo a este mundo —aunque tú siempre pareciste más hecho para otro.
Cada año que vives es un regalo prestado.
Y ya sabes lo que pasa con los préstamos.
Disfruta mientras puedas.
Leí el mensaje dos veces. Sonreí.
Vaya forma de decirme que soy especial.
Sali tirando la tarjeta a la basura y me dirigí a mi lugar favorito, mi lugar sagrado, mi verdadero hogar, y no me permito que termine una noche sin asegurarme de que todo quede como debe ser. El acero limpio, las hornillas apagadas, los cuchillos en su sitio. El caos ordenado, como a mí me gusta.
Pero esta vez no estaba del todo vacío.
Al fondo, justo donde la luz no llega con tanta fuerza, había una figura agachada sobre una de las mesas metálicas. Me detuve. Fruncí el ceño, no porque estuviera molesto, sino porque no esperaba encontrar a nadie a esa hora.