–¿Por qué me dices todo esto?
De repente siento escalofrios.
–Porque te necesito.
–¿Para qué?– arrugo la expresión y le cuestiono sinceramente. Tengo miedo y no quiero involucrarme más, no quiero saber, pero pregunto –¿Quién eres?, ¿Qué eres?– retrocedo, entrando en una especie de shock.
–Soy un ángel condenado. Mi nombre es Kyliam, y Nathaniel es el nombre que entre los hombres decidí usar. Hace mucho tiempo que espero tu nacimiento. Hace mucho que te busco y que he querido encontrarte.
Mis ojos se humedecen.
–¿Por qué?, ¿Y por qué precisamente tú?
–Lo que te atrae hacia mí no es la música, ahora lo sé, he estado ciego. Mi poder entre los ángeles siempre fue este– extiende sus manos con honestidad –Aún maldito, lo utilicé para influenciar a la humanidad, puedo hacer que otros hagan lo que quiero, o que me revelen lo que deseo. Todas las personas que desde siempre atraje fue por esto. Pero tú eras diferente, y lo que sientes es distinto– señala a la altura de mi corazón –Sólo que yo no podía verlo hasta esta noche. Lo que te une a mí no es lo que hasta ahora pensaste. Samantha, el mundo y yo necesitamos de tu poderío espiritual.
–No– sacudo mi cabeza.
–Eres importante– repite –Eres poderosa, eres la promesa hecha mujer.
–No– repito. Siento a mis labios temblar tanto como mis manos.
–Viste lo que pasó– suaviza su voz al acercarse –Esto no parará.... Los oscuros pueden sentir tu energía tanto como yo, y lamento decirlo, te perseguirán como bestias hambrientas porque tú podrías agrandar la suya. Puedo protegerte. Y juntos podemos detenerlo. Podremos hacer que muchas cosas cambien para siempre... Sólo debes confiar en mí.
Nathaniel me extiende la mano con una mirada sincera y yo no sé qué decir. Un sonido extraño emerge de entre las sombras, asustándome. Al ver que él también se sobresalta, me perturbo, y su cuerpo se arquea en posición de protección hacía mí.
–Confío– le digo, entrelazando rápidamente mis dedos entre los suyos.
–Llévanos a casa– me pide.
–No te entiendo.... – frunzo el ceño –¿Cómo?
–Piensa en ella.
Sin una intención concreta o sin siquiera la pretención real de hacerlo, por el sólo hecho de que él la hubiera mencionado, se forma en mi mente la imagen vívida del interior de mi hogar. Antes de que aquel tercero se aparezca entre nosotros, una neblina nos envuelve. Para cuando se disipa, Nathaniel y yo nos encontramos en mi habitación.
No puedo creer lo que está sucediendo y aún así avanzo en función de ello. Comprendiendo que él nos ha traído, abro la puerta y escucho a mis padres hablar con otras personas, intento salir para encontrarlos pero Nathaniel me detiene.
–Todos vieron cuando te fuiste– advierte, me mantiene sujeta –Saben que fuiste acosada y pensarán que estás posesa. Si te expones ahora, no te dejarán.
–¿Qué debemos hacer?– le susurro, angustiada.
Nathaniel mira a su alrededor y yo siento vergüenza al verlo descubrir mi nivel de obsesión con él y que se refleja en mis paredes, parece buscar algo pero no lo encuentra. Cuando sus ojos vuelven a mí, puedo ver su indecisión.
–¿Qué pasa?– pregunto.
Sin apartar su atención de mí, levanta su mano derecha en dirección a la puerta de mi habitación.
–Lo siento, no hay tiempo para teatro– me dice.
Estoy por preguntarle a qué se refiere cuando una melodía inenarrable llena mis oídos tanto como el resto de la casa y casi puedo jurar que sale de su mano. Es sutil a los sentidos físicos, pero intensa para el alma. Los espasmos y escalofríos que me hacían sentir sus canciones no son nada comparados con los que siento ahora. Un fuerte mareo me hace caer de rodillas al suelo, descubro que entre el dolor y el placer hay una línea frágil y paso de uno al otro por momentos. Más allá de esto puedo escuchar a los ajenos despedirse, mi madre y mi padre han quedado a solas. Para cuando la melodía cesa y Nathaniel deja reposar su mano, ya no me queda ninguna duda.
–¿Qué fue eso?– pregunto.
Pero no tengo respuesta. Nathaniel me lanza una última ojeada como si quisiera asegurarse de que estoy bien antes de correr habitación afuera. Confundida y asustada por lo que esté pensando hacer, me esfuerzo por levantarme pero me resbalo. Sacudiéndome, lo intento una vez más y voy tras él, justo a tiempo para verlo reunirse cara a cara con mis padres.
–¿Quién eres?– amenaza papá –¡¿Qué haces aquí dentro?!– se altera.
En una fracción de segundo, desde mi altura descubro el encuentro entre los tres. Todo sucede tan rápido que apenas si puedo procesarlo. ¿Cuánto tiempo pueden tardar mis manos en sujetar la madera del balcón?, ¿Cuánto puede tardar mi pecho en chocar contra el borde para presenciarlo todo en el pasillo que precede a las escaleras?, ¿Dos segundos?, ¿Tres?, ¿Uno? Es lo que Nathaniel se toma para ejecutarlo todo. Mientras que papá termina su pregunta y se aproxima con fiereza hacia el desconocido que no reconoce como el artista de mis fotos, éste lo sujeta en un abrazo tan breve como violento, aferrando la parte posterior de su cuello como si quisiera atacarlo. Lo veo susurrarle algo al oído antes de dejarlo ir, y cuando mi padre resbala adelante, su expresión ha cambiado. Tiene los ojos dilatados, cual si hubiera recibido una fuerte impresión. Luce agitado, su cara se ha vuelto roja. Reaccionando, busca con la mirada a mi madre, quién ya se acerca con angustia y pregunta lo que pasa. Nathaniel le sujeta por un mísero instante la cabeza, aferrándola con la izquierda y deslizando sus dedos derechos a lo largo de su nariz. Me asusto, pues ella se sujeta el rostro como si le ardiera. Su cuerpo permanece inmóvil unos momentos y luego de eso se echa a temblar.