Bajaba siempre a las cinco de la tarde a comprar los cigarros en la tienda de la señora Pilar. Cigarros que se fumaria en las noches largas. Algunos clientes notaban que pagaba con billetes del siglo viente que ya no tenían validez, pero la niña Pilar se los agarraba por coleccionar billetes raros. Los pobladores lo veían pasar a la misma hora, taciturno y sin dirigirle la palabra a algún fulano que se topará por la calle.
—Dos cigarros, Doña Pilar. Decía y se alejaba hasta la finca de los Moncada.
Una mañana de marzo apareció el señor Wessmer en la finca de los Moncada que había permanecido abandonada desde hacía cinco años. En ese momento, antes del asesinato de los patrones Moncada, todavía no se reportaban niñas desaparecidas. Las cinco niñas se hicieron polvo y no encontraron ni los cuerpos ni la ropa que llevaban puesta. Por las noches las mamás le ponían tranca a las puertas y escondían a las niñas debajo de la cama.
El primero de abril la mamá de Diana y su hermana Eme salieron a orinar. El reloj marcaba las tres de la madrugada.
—¿Escucha los perros, mamá? Pregunto Eme, a la vez que se detenía en el marco de la puerta de enfrente.
—Sali rápido a orinar.
Luego hubo un silencio espantoso y de la nada la mamá se sintió cansada como si algo la hubiese adormecido. La silueta de un hombre pasó por la mortecina luz que había en el patio de enfrente. Eme se acuclillo, sola detrás de un charral, con el corazón latiendo a toda velocidad.
—Eme...
Era la voz de un hombre mayor. Las alas y ella flotando por encima de las casas del pueblo fue lo único que vio. La casa donde vivía se hizo lejana y no podía gritar, el hombre con alas de murciélago le cubría la boca con sus manos.
El aullido de los perros cesó hasta las cuatro de la madrugada cuando la mamá de Diana solto un grito. Diana despertó convencida de que algo malo había pasado.