No le dijo a nadie lo que planeaba hacer. Diana se paro, a la par de su bicicleta, en medio de la calle ese jueves cuando el pueblo estaba en silencio, las loras cesaron su algarabía, los gallos no contaron y los niños no hicieron ruido. Quizás porque era la hora de la siesta o esperanban a que él señor Wessmer bajara desde la finca a comprar sus cigarros.
Los policías apenas interrogaron a su mamá y pusieron la foto de Eme en el poste de luz como lo habían hecho con las otras niñas. Trinchera no llegaba a los quiniento habitantes y nunca se perdían los niños. Ahora al llegarse las cinco de la tarde todos corrían a refugiarse en sus casas y ni los policías podían salvarlos.
—¿Para donde vas Diana?
—A la casa de Oscar–dijo de espaldas a su madre–. Tenemos un trabajo que hacer.
Y salió a las calles pedregosas cubiertas del polvo. En verano le gustaba ir al río a pasar horas metida en el agua. Eme hasta le rogaba para ir y Diana algunas veces cedía.
Pedalear hasta la finca de los Moncada era fácil, pero estar solos en un lugar retirado sin que nadie los pudiera escuchar lo convertía en algo macabro.
—Estoy segura que ese señor tiene a mi hermanita. Dijo agitada.
—Todo el pueblo lo sospecha, pero nadie hace nada. Oscar tenía la misma edad que Diana y la acompaño hasta la finca por cuestiones de aventura.
Ambos se dirigieron sobre la callejuela que llevaba a la finca de los Moncada. Sudados y sin comprender que iban a buscar con exactitud.
Diana lo sospechaba. Jamás lo vio fuera de la casa de los Moncada las veces que ella y su mamá pasaban por ahí a buscar leña y el lugar estaba intacto como si ahi no viviera nadie.
Ninguno se atrevió a decir "buenas" en el lugar había un silencio horrible.
—¿Por qué no le dijiste a tu mamá que nos acompañará? Pregunto Oscar antes de que Diana abriera la puerta.
—Esta atontada, ni quiera hiso el desayuno en la mañana —dijo Diana—. Además solo venimos a averiguar.
—Señor Wessmer. Grito Oscar con un aire burlón.
—No hables fuerte.
La casa permanecía polvoza, las cosas tiradas y las vigas repletas de telaraña. Avanzaron hasta llegar al marco de la puerta que lindaba con la cocina.
—Dicen que el señor Moncada tenía un pozo en medio de la cocina donde tenía un millón de abejas extrañas que alimentaba con la sangre de sus borregos que según eran personas convertidas en borregos. Según la vieja Moncada era bruja y por eso los mandaron a matar. La policía cerro el lugar, pero...
—Sí ya me sé ese cuento, cállate.
Aquel viento helado que venía de la cocina la paralizó. Sostenía con mano dura el candil que Oscar había traído de su casa. En la finca las ventanas estaban clavadas y selladas, el único espacio por donde entraba la luz era la puerta de enfrente. Diana Sánchez creyó que había sido una pésima idea, sin embargo el collar de Jesús crucificado y la imagen del divino niño, que su madre le regalo años atrás, le dio confianza para seguir usmeando.
—Oscar—dijo ella en voz baja — no se come la comida que ha comprado en este último mes y los...
Diana descubrió la mesa llena de provisiones y cigarros. No había comida nada desde que vino a vivir a Trinchera. El señor Wessmer no comía nada o al menos eso pensaron.
—¿De donde salió este, señor? Se preguntó Oscar, a la vez que sentía temor en hablar muy fuerte.
Por un instante quizo decirle a Diana que salieran corriendo a contarle todo a los adultos, pero no lo hizo. Continuaron alumbrando la oscuridad que envolvía la finca de los Moncada.
—¿Dónde está el pozo? Dijo Diana.
—Por allá. Dijo Oscar apuntando con el índice.
Oscar se acerco a la boca del pozo. De la nada la sombra grande de un hombre empujó al muchacho hasta caer dentro de las aguas oscuras del pozo y revolver a los murciélagos que había dentro.
Diana Sánchez descubrío el horror. Los cuerpos de todas las niñas flotaban en las aguas sucias e infectadas de sapo. De Oscar no había ni rastro como si él pozo lo hubiese absorbido hasta lo más profundo.
—Ave maria llena eres de gracia...—Diana se volvió moviendo el candil del lado a otro—. El señor es contigo...
Empezó a rezar las palabras que su madre le había enseñado y todavía usaba aquel vestido anticuado que le bordó su abuela cuando cumplió quince años.
Las carcajadas de un hombre mayor resonaron por toda la casa. Luego apareció el señor Wessmer vestido de vaquero y Diana lo hubiese confundido con otro hombre, sino hubiera sido por la ropa. Lucia joven al igual que un muchacho de veinte años.
—¡Ayúdame, Diana! Exclamó Oscar desde el pozo.
Quizás era el muchacho, aunque el timbre de su voz sonaba quejumbroso.
"El sácate que almacenaron los Moncada, si llego hasta ahí lo puedo quemar..." pensó Diana Sánchez sin dejar de rezar, mientras el señor Wessmer se hacia una sombra cada vez más grande y unas alas espantosas de murciélago brotaban de su espalda.