En la vela eran pocos los que acompañaban. Eduarda, la abuela de Diana Sánchez, convido a la gente a asistir al velorio, pero nadie le hiso caso. En medio de la sala pusieron los tres ataudes. Por primera vez Diana entró a la finca de los Moncada por aquella puerta ancha y de madera. Su abuela la llevaba agarrada de la mano y lo recordaría años después en que los sucesos extraños empezaron a ocurrir nuevamente.
—El diablo los vino a reclamar. Murmuraban en la tienda de la niña Pilar y en todos las esquinas de Trinchera.
—Era lo merecido. Nunca dijeron nada de los trabajadores que se perdieron ahí dentro de esa finca.
El cielo de mil novecientos ochentaseis vio el silencioso recorrido que hicieron los pocos habitantes de Trinchera. El camino hasta el cementerio era un poco largo. Iban detrás de las camionetitas que cargaban los muertos. Ninguna de las mujeres quizo cantarles un canto, se negaron a seguir a Eduarda. El padre Lusiano la acompaño y dio las palabras sagradas.
Las puertas de la finca se cerraron durante esos cinco años y los alrededores se llenaron de malesa. El nombre de los Moncada se extinguió en lo que corrieron esos diez años. Pero, Eduarda seguía teniendo ese miedo ridículo de que cosas horribles ocurririan despues de la muerte de Lidia y el señor Moncada. Y Eduarda no se equivocó, años después de su fallecimiento, la gente empezó a perderse como los trabajadores de aquel año.
—¿Qué cree que les pasó? Marta siempre le hacía la misma pregunta y su mamá le daba la misma respuesta.
—Los Moncada hicieron un pacto con el diablo y los trabajadores fueron la ofrenda.
Eduarda ni siquiera se asustaba de lo que decía. Se expresaba con naturalidad al igual que si hubiese visto todo con sus propios ojos, sin haberlo hecho.
***
El primero de marzo sucedió el incidente. Por la mañana Mario Contreras pasó cerca de finca de los Moncada, hacia el recorrido por la trocha como cada mañana para ir a la milpa a trabajar. La puerta de la finca estaba abierta y en el pórtico yacía sentado un hombre viejo y demasiado cubierto como intentando ocultarse del sol, quizás de unos cuarenta años de edad. Mario creyó que lo estaban asustando y apresuró el paso.
—Hay gente viviendo en la casa de los Moncada. Le dijo a su mujer al llegar a su cabaña.
—Esas son tonteras.
—¡Yo te digo que vi a un hombre! Exclamó Mario.
La mujer se persino y luego se lo contó a su amiga. El acontecimiento de que alguien vivía en aquella finca abandonada hace tantos años se regó por todo Trinchera.
Por boca de la niña Pilar se dieron cuenta que se llamaba Isaias Wessmer. La primera vez que el hombre llegó a la tienda a comprar los cigarros, todos los días, y las provisiones cada quince días. La niña Pilar se distinguía por ser una vieja chismosa y así poco a poco le sacó información que compartiría con los clientes del pueblo y con la gente que ni le preguntaba.
—¿Le vendieron ahí? Dijo Pilar mirando fijo al señor Wessmer.
—Yo era familiar de Lidia Moncada.
Isaias Wessmer hablaba en tono bajo y frío sin prestar mucho interés a la charla de la chismosa Pilar.
En realidad nunca le conocieron un familiar a Lidia y las visitas que resibian los Moncada eran de un doctor de la capital cuando venía a revisar al señor Moncada. Y la visita de Eduarda Iguaran la única amiga que Lidia tenía. Los jueves Eduarda subía hasta la finca de los Moncada cargando su canasto, sola y cansada.
Por eso al escuchar aquello de boca Isaias Wessmer todos se sorprendieron. Lidia era muy morena y el señor Wessmer no tenía ningún parecido. "Seguro era el papá de la hija y hasta ahora se aparece" la teoría más aceptable fue creer eso.