Furia

Capítulo 11.

El silencio del bosque era distinto al del campamento. Allí, el aire pesaba menos, pero no por eso se sentía más liviano. Era un silencio vivo, cargado de respiraciones escondidas, de pasos furtivos entre la maleza y de ramas rotas por algo más grande que los humanos. Había aceptado la patrulla por pura rabia. Roderic quería mantenerme alejada del grupo, Dakota había intentado hablarme una vez más antes de partir, pero ni siquiera le había devuelto la mirada. La furia se me acumulaba en el pecho como un veneno espeso, y necesitaba un enemigo al que clavarle los dientes. Cualquier cosa que no fuera ese hormigueo de frustración bajo la piel.
Caminaba al frente del grupo. Eramos cuatro: un novato que no hablaba, una chica de mirada nerviosa llamada Yael, un explorador experimentado que siempre olía a aceite rancio, y yo. A los pocos minutos de internarnos en el bosque, ya había perdido la paciencia con todos. El explorador hablaba demasiado, Yael pisaba ramas como si buscara llamar la atención de todo lo que viviera en la zona, y el novato se tropezaba con su propia sombra. Sin decir una palabra, me adelanté, adentrándome sola entre los árboles.
Sabía que me seguirían de lejos, por miedo o por respeto. O por ambas. No me importaba.
Caminé sin rumbo claro, siguiendo la tensión que me recorría los músculos, jadeando como una bestia herida, como si el aire quisiera escapar de mis pulmones en lugar de quedarse a mantenerme viva. El ardor de mi garganta se mezclaba con el de mis nudillos aún enrojecidos, pero no me arrepentía, ni un poco. Sentir sus huesos bajo mis puños había sido lo más parecido a la paz que había experimentado en mucho tiempo, y eso me aterraba.
El bosque se hacía más denso y oscuro a medida que avanzaba. Los rayos de sol apenas atravesaban las ramas entrelazadas y la humedad se pegaba a la piel como un sudor antiguo. Entonces, lo sentí antes incluso de poder verlo. Un olor. No era carroña ni sangre fresca. Era un aroma agrio, a madera podrida y carne quemada, un hedor que evocaba la muerte. Me agaché, lenta, como si mi propio cuerpo supiera que algo la estaba observando. Un crujido, dos metros a mi izquierda. Otro, a mi espalda, entonces lo escuché.
Un gruñido. No humano. Profundo. Hueco. Un sonido que no debería existir.
Me detuve de golpe, el cuerpo alerta, el instinto rugiendo bajo la piel. Mi vista recorrió los árboles hasta que lo vi:
Al principio pensé que era un ciervo pero no por ello mi corazón ralentizó su marcha, puesto que su forma era errónea. Las patas eran largas y huesudas, la piel colgaba en jirones en algunos lugares. La cabeza tenía astas, sí, pero sus ojos brillaban con un fulgor azul imposible. Y la boca... no era la boca de un herbívoro. Era una doble mandíbula abierta hasta la garganta, repleta de dientes finos como agujas.
No me moví, quedándome petrificada. El ciervo tampoco. Nos miramos y sentí como mi pulso latía con violencia, pero no de miedo. Era otra cosa. Una necesidad primitiva.
El ciervo chilló. Un sonido agudo, antinatural, que hizo vibrar las hojas. Y luego se lanzó.
Eché a correr.
El terreno era irregular, embarrado. Tropecé una, dos veces. Me corté las palmas con las ramas. Pero no paré. El monstruo —la bestia nacida de este nuevo mundo podrido— venía tras de mí, lanzando chillidos que hacían temblar los pájaros.
Caí y rodé por el suelo, sentí el aire cortar mi mejilla cuando las astas pasaron a escasos centímetros. Me incorporé con un salto. No pensé. No hubo estrategia. Solo instinto y un oscuro deseo de probarme. De ver si ese ser podía hacerme sangrar. Desenvainé el cuchillo oxidado de su cinturón y corrí hacia él. Chocamos con brutalidad y caímos, nos revolcamos por el barro y las hojas entre gruñidos, gritos y resoplidos. Le clavé el cuchillo en el cuello. Una vez. Otra. Otra. Gracias a la sangre se me escapó de la mano, pero mis dedos encontraron una piedra y golpeé
El ciervo chillaba, pero no me por ello me rendí. Me embistió con las patas traseras y sentí que me rompía por dentro, me sacó todo el aire de golpe y se me oscurecieron los bordes de mi visión, pero no por ello paré. Volví a tomar la piedra y se volví a embestir con todas mis fuerzas, con mi cuerpo vibrando con una energía que no reconocía. Golpeé, con fuerza, con rabia, con desesperación. Le di en la mandíbula deformada. Chilló. Volví a golpear. Una, dos, tres veces. No sabía qué hacía. Solo sabía que si no lo mataba, me mataría a mí.
Y por primera vez, no estaba dispuesta a morir. La criatura se convulsionó. Sangre negra, espesa como alquitrán me salpicó el rostro. Y entonces, silencio.
Cuando su cabeza cedió con un crujido húmedo, algo dentro de mí también se rompió. Me quedé allí, de rodillas, cubierta de barro y sangre —de él y mía—, jadeando como una salvaje. Sentí el sabor metálico en la boca.
Respiró hondo. Sentada sobre el cuerpo tibio de la criatura, cubierta de barro y sangre —de él y mía—, jadeando como una salvaje. Sentí el sabor metálico en la boca notando que todo mi cuerpo temblaba. No de miedo. Sino de una euforia que no había sentido nunca. Cerré los ojos y sonreí, algo en mí había muerto. Algo que no sabía si podía o quería recuperar.
Cuando regresé al grupo, Yael gritó. El explorador intentó hablarme, pero solo lo miré. Nadie dijo nada, solo me dejaron pasar.
Al llegar al campamento, el silencio fue total.
Mafi me vio primero. La palidez de su rostro me habría hecho gracia otro día. Ángel se acercó, pero algo en su mirada titubeó. Como si no supiera si abrazarme o sacarme el arma que no llevaba.
Dakota no estaba. Mejor. No quería verlo. No ahora. No aún.
Y entonces apareció él. Salvador.
Apoyado contra una de las columnas del almacén, los brazos cruzados, la sonrisa apenas curvada. Su mirada recorrió mi cuerpo como si supiera exactamente lo que había hecho. Como si lo hubiera estado esperando.
—Vaya, Bella… —dijo, su voz ronca como grava—. Has sobrevivido al bosque. A uno de ellos. ¿Y todo tú sola?
No respondí. Me limité a cruzar frente a él, hombros tensos, mirada al frente. Pero sus palabras me persiguieron como ecos venenosos.
—El mundo necesita bestias como tú —añadió, casi susurrando.
Lo odié por entenderme. Pero lo odié más porque una parte de mí... también lo entendía a él.
Todos se apartaban de mi camino. No hablé con nadie y entré a mi cabaña cerrando la puerta. Al mirarme en el espejo roto de la pared, no me reconocí.
Y por primera vez, me gustó lo que vi.
Esa noche no dormí.
Soñé con ojos deformes, con sangre en la lengua, con fuego lamiendo mis pies mientras caminaba entre ruinas. En el sueño, Dakota me llamaba. Pero su voz era cada vez más lejana.
Y Salvador me esperaba, entre las llamas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.