La tensión se mascaba en el aire antes de que se oyera el primer paso.
Roderic ya estaba de pie, con la mano sobre el arma, los ojos fijos en la entrada del campamento.
El polvo se levantaba entre los escombros, y el silencio que precedió al caos fue tan absoluto que pude escuchar mi propio corazón martillar en las costillas.
Ellos llegaron caminando. No corriendo. No escondidos. Caminando. Como si el mundo fuera suyo.
Los Radicales.
Cuatro. Tal vez cinco. Todos hombres, todos armados con machetes oxidados y cicatrices antiguas.
Pero el que iba delante… no llevaba nada más que unos pantalones oscuros y gastados, descalzo, el pecho desnudo cubierto de marcas como tatuajes hechos a cuchillo, la piel tostada por el sol, el cabello largo hasta la mitad de la espalda.
Salvador.
No se inmutaba. Ni ante las armas apuntándole, ni ante los insultos que Roderic le escupía. Caminaba como si cada paso doliera… y aún así, se notaba que era el tipo de hombre que elige el dolor antes que la comodidad.
Se detuvo frente al grupo que vigilaba el portón improvisado.
—Venimos a por nuestra parte, Roderic —dijo, y su voz sonó como una promesa siniestra. Grave. Tranquila. Intensa—. Tú aceptaste el trato. Un camión cada mes. No menos.
—Lleváis semanas saqueando a los del norte —replicó Roderic con los dientes apretados—. No pienso alimentar a hienas mientras nosotros morimos de hambre.
Salvador ladeó la cabeza. Un leve gesto, casi divertido.
—Entonces lo harás porque sabes que, si no lo haces, no sobreviviréis para morir de hambre.
Roderic quiso responder. Pero se mordió la lengua. Yo lo vi. Lo vi tragar orgullo como si fuera ácido.
Mientras discutían, yo no podía apartar los ojos de él.
Había algo en Salvador que no era solo físico. Era su forma de estar. Como si no cupiera en el mundo normal. Como si no pudiera ni supiera fingir ser otra cosa que lo que era. Crudo. Salvaje. Libre.
Y de repente, él me miró. Como si supiera que lo estaba observando.
—Bella —dijo. Mi nombre. Solo eso. Y se me heló la sangre.
Nadie más pareció notarlo, pero él ya estaba cruzando la distancia entre nosotros con pasos lentos, seguros. Me giré, me alejé, como si pudiera evitar lo inevitable.
Me siguió, claro. Y lo sabía. Lo supe antes de que hablara.
—¿Dando un paseo matutino o buscando otra criatura a la que degollar? —preguntó, y su voz me hizo algo extraño en el estómago. Una punzada caliente, incómoda, como una espina que no quería sacar.
No respondí. Me limité a mirarlo. Era alto. Fuerte. Imponente. El cabello largo caía por sus hombros como una capa oscura, y sus ojos... sus ojos tenían esa intensidad de alguien que había visto el fin del mundo... y había aprendido a vivir en él.
—¿Por qué me sigues? —le escupí. Literalmente. Mi voz salió rota y con filo.
—No te sigo, Bella. Te estudio.
Me reí. Una risa hueca, afilada, amarga.
—¿Estudias a las bestias? —le dije. Las manos se cerraron en puños. Me ardían los nudillos. No porque sangraran, sino porque quería volver a sentir ese calor bajo la piel.
Él dio un paso hacia mí. Solo uno. Pero fue suficiente.
—No. Las libero.
Y eso… eso me dolió. Porque era exactamente lo que yo había sentido en ese bosque: que por fin nadie me sujetaba. Que podía matar, gritar, golpear, sin reglas, sin remordimientos. Que no le debía nada a nadie.
Me alejé de él, o al menos lo intenté. Pero su voz volvió a alcanzarme, como una soga hecha con fuego.
—No puedes vivir a medias, Bella. Y tú lo sabes. Esa cosa que llevas dentro no es debilidad. Es fuego. Y el mundo que viene... solo va a pertenecer a los que ardan.
Me quedé quieta.
Quieta como una bomba antes de estallar.
—No sabes nada de mí —le dije, bajito.
—Sé lo suficiente. Te vi con ese animal. Vi cómo te movías. Cómo no titubeaste ni por un segundo. —Se acercó más—. Tienes algo que los demás temen porque no pueden controlarlo. Ni siquiera tú puedes.
—Y eso te gusta, ¿no? —dije con veneno—. El caos. Los cuerpos. El olor de la sangre fresca.
Él sonrió. No se defendió. No se ofendió.
—Lo que me gusta... es la verdad sin filtros. Y tú, Bella, estás más cerca de ella que nadie en este campamento lleno de máscaras.
Quise golpearlo. Quise alejarme. Quise quedarme. No hice nada.
— ¿Y tú qué quieres? ¿Vienes a reclutarme para tu ejército de locos?
—Vine a por suministros. Pero te busqué. Porque sé que estás al borde de algo. Y si caes, quiero estar ahí para recogerte. O para ver lo que eres capaz de hacer cuando ya no te quede nada que perder.
Me miró como quien mira una tormenta y se adentra igual.
—Quiero que dejes de fingir que puedes volver a ser alguien que ya no existe. —Su voz bajó. Ya no era agresiva. Era íntima, peligrosa—. Lo que sentiste allá afuera no fue locura. Fue claridad.
Me fulminó con la mirada y me dejó, como si no hiciera falta decir más.
Pero las palabras se me habían quedado dentro, clavadas, como cristales bajo la piel.
Fuego. Libertad. Bestia.
Cuando volví al campamento, aún tenía las pupilas ardiendo.
Vi a Dakota. Estaba apoyado contra una pared derruida, el rostro más sombrío que nunca, las venas marcadas en el cuello, los tatuajes asomando por la camisa sucia.
Nuestros ojos se cruzaron.
Pero esta vez no sentí el tirón cálido de antes. Esta vez sentí culpa. Sucia y fría. Como una traición no cometida pero inevitable. Y por un instante quise correr hacia él. Aquel lugar seguro que había empezado a construirse dentro de mí.
Pero no lo hice. Porque algo se había roto. O había despertado. Y me daba miedo. Mucho miedo.
Porque Dakota... Dakota me miraba como si aún pudiera salvarme pero otra parte de mí quería creerle a Salvador.
Y yo… ya no sabía si quería ser salvada porque sabía que aquella otra parte de mí había empezado a arder.