El fuego no estaba en mis sueños esta vez. Estaba en mi pecho.
Desperté empapada en sudor, con las sábanas pegadas al cuerpo, y una furia que no se había calmado en absoluto. El aire me sabía a óxido, la boca me dolía de tanto apretar la mandíbula mientras dormía. Me incorporé lentamente y el reflejo en el espejo volvió a mirarme. Esa chica —esa versión de mí misma— tenía los ojos más oscuros. No solo por las ojeras o el barro seco aún adherido al cuello. Era otra cosa. Era como si hubiera nacido una nueva bestia en mi interior... y cada día creciera un poco más.
No pude dormir. Otra vez.
Me quedé tumbada boca arriba, los ojos abiertos como platos en la oscuridad densa de la cabaña, con las tablas de madera vibrando suavemente al ritmo del viento. Podía oír a alguien toser a lo lejos, pasos hundiéndose en el barro, un perro que ladraba con desesperación a la nada. Pero en mi cabeza solo estaba él. El ciervo.
No dejaba de verlo. Sus cuernos retorcidos, como raíces saliendo de un árbol podrido. Su piel colgando en jirones. La mirada hueca. El movimiento lento, torcido, como si su existencia doliera. Pero había algo más... algo que me inquietaba más que su apariencia. La furia. Aquel animal, aquella aberración, no había nacido para morir. Había nacido para aplastar. Para gritar. Para vengarse del mundo que lo había escupido.
Y yo…
Yo sentía lo mismo.
Con el corazón golpeando como un tambor en mi pecho me quedé un rato sentada, temblando, observando mis manos. Me dolían los nudillos desde la pelea con Dakota, pero eso no era lo que me hacía estremecerme. Era la sensación —insoportable y excitante— de que algo dentro de mí estaba cambiando.
Al amanecer, antes incluso de que el sol rompiera la línea del horizonte, ya estaba entrenando. Corrí hasta que me sangraron los talones. Golpeé sacos improvisados hasta que los nudillos se abrieron en carne viva. No era entrenamiento. Era exorcismo. Y lo necesitaba como el aire. Como el fuego.
Ángel apareció en algún momento. Me observó desde la distancia un rato, y luego se acercó con cuidado. Sus pasos eran suaves, sus gestos amables. Me ofreció agua, pero yo ya había bebido de mi propia rabia.
—Bella… —empezó con voz baja, como si temiera que una palabra equivocada me hiciera estallar—. No tienes que destrozarte así.
No le respondí. No porque no quisiera, sino porque ya no tenía palabras para lo que sentía. Solo había impulsos. El deseo de destruir. De romper. De quemar.
Lo miré de reojo, mi sombra se alargaba hacia él por la luz del amanecer y atisbe como su mano temblaba un poco.
Ángel dio un paso más. Lo sentí dudar.
—No tienes que hacerlo sola. Estoy aquí, ¿vale? No estás sola.
Lo miré por fin directo a los ojos. Y por un segundo, vi cómo se le helaba la sangre. Como si hubiera visto algo que no quería ver en mí. Algo que antes no estaba y que ahora se asomaba a mi mirada, y lo cierto es que, me vi reflejada en sus pupilas y no me reconocí.
—Esto es lo único que me mantiene cuerda. —susurré, con la voz ronca y los labios partidos—.Lo demás, no sirve de nada.
Se quedó quieto, tragando saliva. Quería decirme algo más, lo sé. Pero no se atrevió.
Me fui antes de que abriera la boca. No quería oír consuelo. Ni bondad. No me servían. No me bastaban.
Pasó el día y no paré. Me moví como una bestia enjaulada por el campamento, buscando excusas para hacer más, levantar más peso, pelear con cualquiera que dijera algo que no me gustara. Horas después, pasé por la zona de carga. Estaba todo en silencio, menos por el crujido de unas maderas mal apiladas. Allí estaba Mafi, sudorosa, con los rizos pegados a la frente y la espalda encorvada bajo el peso de una caja.
Al verme, se irguió con dificultad. Me escaneó de arriba abajo. Entonces soltó la caja con un golpe seco contra el suelo, se secó la frente con la manga y me dijo:
—No sé qué estás haciendo contigo misma, Bella… pero si te miraras desde fuera, te darías miedo. Te estás apagando por dentro y nadie parece notarlo... excepto yo.
Sus palabras me arañaron. Pero no dije nada. No podía.
Mafi me sostuvo la mirada con rabia, con tristeza.
—Solo los monstruos no sienten cuando empiezan a convertirse —murmuró antes de girarse y marcharse sin esperar respuesta.
Y por un instante, me costó tragar saliva.
Pasó.
O eso pensé.
Hasta que lo vi.
Dakota.
Apoyado en una de las torres de vigilancia, los brazos cruzados, medio cubierto por la sombra. Pero lo veía. Me veía. Y algo en mí tembló.
Quise mirar a otro lado, pero no pude. No esta vez.
Su mirada no era la de un guerrero, ni la de un líder. Era la de un hombre que conocía mi antes. Que conocía mi piel cuando aún no olía a ceniza. Y vi en sus ojos algo más doloroso que la rabia: pena.
Me acerqué sin pensar. No a él. A la torre. Fingí estirar las piernas. Fingí que no lo había visto. Pero cuando me giré, él ya estaba allí. A un paso. Con su voz grave, ronca, herida.
—Bella… ¿Cuánto más vas a seguir apartando a todos a empujones?
Tragué saliva. Cerré los puños. Quise escupirle algo. Algo feroz. Algo que doliera.
Pero no me salió nada.
Él se inclinó un poco, sus tatuajes asomando por el cuello de su camiseta sucia, y añadió con suavidad:
—Esto que estás haciendo... no es fortaleza. Es suicidio en cámara lenta.
Entonces me vio. No a la nueva yo. Me vio a mí. A la de antes. A la que había reído con la boca llena, a la que corría sin pensar en morir. Y sentí una grieta, fina, silenciosa, partirse dentro de mi pecho.
—¿Y qué quieres que haga, Dakota? —le susurré—. ¿Que llore? ¿Que me rompa? No puedo. Si paro, me hundo.
Él dio un paso más. No me tocó. Pero casi.
—No quiero que llores. Solo que recuerdes que sigues siendo tú. Y que aún estás viva.
Me fui sin responder. Con los ojos ardiendo y los dientes apretados. El corazón me golpeaba como queriendo salir del pecho. Me odié por dudar. Por querer creerle. Por extrañarlo.
Y en ese momento, lo supe.
Ese era el verdadero peligro.
No los monstruos del bosque.
No los Radicales.
Sino que aún me quedaban cosas que perder.
Y mientras, Roderic... Roderic empezó a vigilarme.
Lo noté. Siempre fue bueno disimulando, pero ahora sus ojos se posaban en mí como cuchillos envainados. Sabía que algo se estaba gestando en mi interior. Que ya no era solo una chica rota... era una amenaza.
Y aún no tenía ni idea de cuánto.
Esa noche, mientras el campamento se apagaba entre susurros y pasos apagados, me miré las manos otra vez. Tenía las uñas rotas, la piel abierta, y aun así me sentía poderosa.
La llama en mi pecho se alimentaba de todo: del hambre, del rencor, del abandono, de la rabia y del miedo.
Ya no era solo una cicatriz. Era un incendio.
Y todavía no había empezado a arder de verdad.
Esa noche, me quedé otra vez sin dormir. Pero esta vez, no fue por el ciervo.
Fue por mí.
Porque sabía que me estaba perdiendo a mí misma.
Y porque parte de mí no quería volver a encontrarme.