El sol se había escondido tras un manto de nubes grises que parecía pesar sobre nuestras espaldas. La tierra estaba reseca, agrietada como mi paciencia. El calor era opresivo, espeso, me quemaba las venas, los músculos. No importaba cuántas flexiones hiciera, cuántas veces repitiera el mismo movimiento de defensa, nada saciaba la presión que palpitaba debajo de mi piel como si fuera lava. Ángel hablaba, pero su voz era un eco lejano. Todo el mundo hablaba. Sobre mí.
Lo sabía.
Los entrenamientos se habían vuelto más intensos. No sé si era idea de Roderic o simplemente una manera de tenernos ocupados, como animales enjaulados que no deben pensar demasiado. Yo me entrenaba con Ángel desde hacía semanas. Él era fuerte, rápido y paciente. Demasiado paciente.
—Levanta los brazos —me ordenó—. Tienes que aprender a protegerte, Bella, no solo a golpear. No estás en guerra con todos.
—¿Ah, no? —respondí entre dientes, apretando los puños mientras nos movíamos en círculo sobre la tierra dura. La camiseta empapada se pegaba a mi espalda—. Pues eso no es lo que dicen.
Él bufó, apartándose para esquivar mi ataque.
—...No es lo que dicen, Bella. La mayoría no entiende. Tienen miedo, y cuando la gente tiene miedo, murmura. No puedes dejar que te afecte. La gente siempre habla. Pero no saben nada. Yo… yo sí.
Paré un segundo. El sudor me nublaba los ojos.
—¿Tú sí qué? ¿Tú entiendes?
—Intento hacerlo. No estás sola. Sé lo que estás pasando. Yo he visto cómo te miras las manos después de cada pelea. Sé que te duele más de lo que dejas ver. Incluso Dakota lo sabe. Pero no te juzga. Él…
Ese nombre me hizo errar el siguiente golpe. Ángel lo notó. Lo noté yo también.
Pero él insistió.
—Dakota ve algo en ti. Y yo también. Aunque no quieras creerlo.
—No metas a Dakota —corté en seco, pero la voz ya me temblaba. El nombre me golpeó el estómago como una piedra fría.
—Solo digo que no estás sola. Dakota te ve. Yo te veo.
Me giré. El aire me quemaba en los pulmones.
—¿Tú me ves?
Estábamos en el centro del claro de entrenamiento. Otros practicaban cerca. Risas, comentarios, el golpeteo seco de madera contra madera. Todo normal. Excepto yo.
—Claro que lo sí. He estado contigo desde que llegaste. He visto lo que haces cuando crees que nadie mira. Sé que no eres una amenaza.
Y entonces ocurrió.
Una voz. Una puta voz, apenas un murmullo, desde los chicos que entrenaban cerca.
—Claro que te ve. ¿Quién no vería a la amenaza del campamento?
Fue una frase tonta. De esas que se dicen con tono burlón y sonrisa idiota.
Pero algo en mi interior se partió.
No fue un pensamiento. Fue un estallido. Como si me abrieran el pecho y liberaran todo lo que llevaba guardando bajo llave.
El mundo se quedó en silencio.
Yo me di la vuelta, lento, y lo vi. Un chico joven, apenas veinte años. Alto, con los brazos marcados y una sonrisa de imbécil.
No lo pensé.
La bestia despertó.
Corrí hacia él antes de que Ángel pudiera detenerme. Ni siquiera pensé en lo que hacía. Solo lo sentí: el rugido sordo que subía desde el fondo de mi estómago, el zumbido caliente en los oídos, los nudillos gritando por hundirse en carne.
Caímos al suelo y mis puños se estrellaron contra su rostro con una furia que me nubló los ojos. No escuché los gritos hasta mucho después. Solo el crujido de cartílago, el sonido húmedo del labio reventado, de la sangre salpicando mi ropa, de alguien suplicando que parara.
No sé cuánto tiempo pasó. Solo sé que me arrancaron de él por los brazos. Cinco. Seis manos. Me alzaron como un peso muerto.
Cuando abrí los ojos, lo vi. Tirado. El rostro convertido en una masa amoratada y sangrienta. No se movía. Solo gemía.
Yo jadeaba. Tenía las manos cubiertas de rojo. La boca abierta. El pecho en llamas.
Roderic apareció a los pocos segundos, como una tormenta contenida.
—¡BASTA! —rugió. Sus ojos ardían. El rostro desencajado de furia. Miró a Ángel, luego al chico herido. Después a mí. Y lo supe. No iba a haber sermón. No iba a haber comprensión.
Iba a haber castigo.
—Alguien que solo entiende la violencia, aprenderá con ella.
Me arrastraron al centro del campamento. Todos salieron de las tiendas. Mafi. Ángel. Incluso Dakota. Vi sus rostros entre la multitud. Confusión. Miedo. Decepción.
Roderic levantó la voz.
—Esto no es autodefensa. Esto no es supervivencia. Esto es lo que pasa cuando dejamos que la bestia camine libre entre nosotros. Si la violencia es su lenguaje, así hablaremos.
Me hicieron arrodillarme. No supliqué. No lloré. Miré a Roderic a los ojos mientras desenrollaba un cinturón de cuero trenzado. Los murmullos eran como cuchillas.
—Tal vez así recuerdes que no eres un animal.
El primer golpe me cortó la piel del hombro.
No grité. Apreté los dientes.
El segundo me arrancó el aliento. El tercero… el tercero lo sentí en el alma.
Entonces alguien irrumpió en el círculo. Una figura alta, temblorosa de rabia.
Dakota.
—¡BASTA! —rugió. Se interpuso entre Roderic y yo, y le arrancó el cinturón de las manos de un manotazo.
—¡Está completamente fuera de sí! —le gritó Roderic—. ¿Quieres protegerla después de lo que hizo?
Dakota no respondió de inmediato. Se quedó de pie, jadeando, mirándome. Y cuando habló, no fue con furia, sino con algo peor.
Desesperación.
—La estás rompiendo más, Roderic. Ya está rota… y tú no estás ayudando. —Se agachó a mi lado—. Bella…
Yo no podía mirarlo. Tenía la cara empapada de sudor, sangre, rabia. El cuerpo temblando.
Pero lo sentí. Su mano en mi mejilla. Su voz casi rota.
—Tú no eres esto.
Una lágrima se me escapó. Y eso me enfureció aún más.
¿Cómo podía seguir viéndome así?
—No me toques —le dije, pero fue un susurro. No tenía fuerzas para más.
—No voy a dejarte sola.
—No quiero que me salves.
—No lo haré. Solo… voy a quedarme, joder.
Me levanté a trompicones. Roderic me fulminó con la mirada.
—¡No le harás esto! ¡No así! – Rugió Dakota.
El líder del campamento respiraba como un toro.
—¿Quieres protegerla? Entonces hazte cargo. Porque esto… —señaló al chico herido, a mis manos, a mis ojos— esto no lo puedo permitir. No volverá a entrenar. No sin vigilancia. Y si vuelve a poner una mano sobre alguien, la echaremos. - Se giró al resto—. Esto es lo que pasa cuando olvidamos lo que somos. No somos salvajes.
La multitud murmuró. Algunos asentían. Otros miraban al suelo.
Yo no dije nada.
Dakota me ayudó a sostenerme ya que todo mi cuerpo temblaba con violencia. Pero no pude sostener su mirada. Me sentía sucia. Rota. Más bestia que nunca.
En mis espaldas ardía la carne. En mis venas, aún más.
Y en medio de ese silencio, alguien murmuró:
—No es una salvaje. Es una bestia.
Otra voz le siguió:
—Una que muerde. Que mata. Que no pide permiso.
Y así empezó.
No por mí. No por elección.
El campamento me bautizó: “La Bestia.”
Y aunque no lo quería… una parte de mí se sintió liberada.
Volví a la tienda sola. No hablé. No dormí.
Esa noche soñé con bestias desfiguradas y terroríficas. Con fuego. Con el mundo hecho trizas y mis manos ardiendo.
Y cuando desperté, lo sentí.
Alguien me observaba.
Miré por la ventana entre abierta. En la sombra, entre los árboles que rodeaban el campamento… lo vi.
Salvador.
De pie, al borde del claro. El torso desnudo. Descalzo. El cabello largo recogido en una trenza suelta. Parecía un dios de otro tiempo, forjado entre sangre y guerra.
Sus ojos se clavaron en los míos como si ya supiera todo lo que había pasado.
No sonreía. Solo me miraba.
Y en su mirada había algo nuevo.
Admiración. Fascinación. Y algo más profundo.
Convicción.
Yo no sabía quién era. No del todo. Pero él sí.
No dijo nada.
Solo se llevó una mano al pecho… y se la golpeó suavemente.
Como si dijera: yo también. Yo sé. Yo ardo como tú.
Y entonces me di cuenta.
Ya no era solo una amenaza. Era una figura. Un símbolo.
Una que se les estaba yendo de las manos.