Furia

Capítulo 15.

El campamento amanecía con los murmullos clavándose como espinas bajo mi piel. “Bestia”. Lo decían al pasar. Lo susurraban con el mismo tono con el que se nombra a las criaturas de los cuentos oscuros, esas que vienen por ti cuando te duermes. Y yo... me estaba empezando a creer que era eso.
Dakota apareció a la puerta de mi choza justo cuando el sol apenas era una grieta dorada en el cielo color barro. Llevaba su chaqueta abierta, el cuello mordido por el viento, y su sombra proyectada sobre el suelo parecía la de un hombre que cargaba con demasiadas promesas.
—Roderic quiere que salgas —dijo. Su voz era firme, pero algo en su mirada dudaba—. Que te despejes. Que desaparezcas un rato de las bocas del campamento. —Te estás ahogando aquí, Bella. Y los demás… no saben cómo respirar contigo.
No lo dijo con desprecio. Lo dijo con ese tono extraño que tenía cuando se obligaba a no gritar. El mismo tono que usó aquella vez, antes de desaparecer. No supe si quería abrazarlo o golpearle otra vez.
Tragué saliva. No le pregunté si era una orden o una excusa. Solo asentí.

La moto rugía como una bestia herida mientras nos alejábamos del campamento. El mundo era una cicatriz abierta: tierra seca, árboles como esqueletos, restos de un mundo que ya nadie recordaba con exactitud. Dakota conducía con la espalda tensa, como si cada kilómetro lo hiciera sangrar por dentro con una mano firme en el manillar, la otra apoyada cerca de mi muslo, sin tocarme, pero demasiado cerca para ignorarla. El silencio entre los dos era espeso. Lleno de todo lo que no nos decíamos.
La casa rural surgió entre los árboles como un recuerdo torcido.
—Aquí vivía una amiga de mi madre —dijo, dejando caer la mochila al suelo mientras observaba la fachada—. Fue el último lugar donde dormí antes del primer brote.
El tejado estaba casi intacto, una rareza en un mundo que se desmoronaba. Las paredes, aunque ajadas por la lluvia y los años, seguían en pie, las ventanas cubiertas de polvo. Había ropa tendida en un alambre oxidado, como si alguien aún esperara que se secara bajo un sol que ya no brillaba. Era una casa que había resistido. Como nosotros. Pero era tranquila. Silenciosa. Vacía. Un pequeño oasis podrido entre el caos.
—Aquí veníamos de críos. Mi madre decía que el mundo era menos cruel cuando había leña ardiendo y sopa caliente en la mesa. —Sonrió. Una sonrisa apagada, cansada—. Nunca lo entendí del todo… hasta que empezó todo esto.
Entramos por una puerta que crujía como una advertencia.
Dentro olía a humedad y polvo antiguo. Pero también a memoria. Había fotos colgadas torcidas en la pared. Un retrato de una familia que ya no existía. Una mesa con una sola silla rota. Una manta que alguien había doblado cuidadosamente, como si fuera a volver.
Pasamos horas sin hablar. Solo compartiendo el espacio, como si bastara con estar cerca para no explotar. Yo recorría la casa con los dedos, tocando las marcas del pasado: un cuenco roto, un retrato lleno de moho, una cortina que aún olía a humo de leña. Dakota encontró una vieja caja de conservas. Comimos sentados en el suelo, compartiendo una lata de alubias sin calentar. Nos sentamos en el suelo, espalda contra la pared cruzados de piernas, como dos niños jugando a que el mundo no estaba roto, observando las motas de luz colarse por una grieta del techo como si fueran estrellas rotas.
—Te has vuelto salvaje —dijo de pronto, sin mirarme.
—¿Y tú no?
—Yo… —se frotó la nuca, frustrado—. Yo te dije una vez que explotaras. Que dejaras de reprimirte. Que sintieras, joder. Pero no para esto. No para que te convirtieras en lo que ellos quieren.
Me giré hacia él. Sus ojos eran dos brasas apagadas, llenas de culpa.
—¿Y qué soy, entonces? —le escupí—. ¿Una bomba que lanzaste tú, pero no quieres recoger?
—No, Bella. No eres una bomba. Eres fuego. Pero aún puedes decidir si quieres arder sola… o iluminar algo.
Se hizo el silencio. Uno espeso, tan espeso que me dolía en los dientes.
—¿Recuerdas cuando te reías más? —preguntó, sin mirarme.
Lo odié por esa pregunta. Por esa ternura que dolía más que cualquier golpe. Me forcé a sonreír, una mueca triste que ni siquiera intentó engañar.
—Recuerdo cuando tú no huías.
Él se tensó. Bajó la mirada y apretó los dientes. Sus tatuajes, que asomaban por el cuello de su camiseta, parecían retorcerse con el gesto.
—No huyo de ti, Bella —murmuró—. Huyo de lo que te están haciendo. De lo que te están obligando a ser.
—¿Y qué crees que soy? —mi voz era apenas un soplo—. Dímelo, Dakota. Dímelo tú, que lo sabes todo. ¿Qué ves cuando me miras?
—Veo a la única persona que me haría prenderle fuego a este mundo sin pensarlo.
Lo dijo sin dramatismo. Sin buscar reacción. Y por eso dolió más. Me atravesó como una lanza vieja, oxidada por dentro. Y me hizo recordar todo lo que había querido ignorar: el modo en que mi corazón aún palpitaba con fuerza cuando él estaba cerca. El modo en que, por un instante, creí que podía salvarme.
Él se acercó, despacio, como si tuviera miedo de asustarme. Sus dedos rozaron los míos. Mi cuerpo tembló, pero no por miedo. Era otra cosa. Era la grieta. La rendija por donde se colaba algo que me negaba a aceptar: ternura, deseo, añoranza. Ese puñetero “casi”.
—¿Recuerdas cuando te escondías detrás de mí cada vez que oías un ruido por la noche? —susurró, y su voz se quebró como una rama seca—. Te temblaban las piernas, pero fingías que no. Me tocabas la espalda con la punta de los dedos, como diciendo “estoy aquí, pero no digas nada”.
Me reí. No porque fuera gracioso. Sino porque dolía.
—Y tú no decías nada. Pero siempre me cubrías.
—Siempre —repitió él—. Siempre lo haré. Aunque tú ya no me dejes.
Nos miramos.
Dakota se acercó. No rápido. No con hambre. Con una paciencia reverente, como si yo fuera una criatura herida y él supiera que cualquier movimiento brusco podía hacerme huir. Sus dedos rozaron mi mejilla. Mis labios. Su aliento quemaba.
Y cuando sus labios estaban a un suspiro de los míos, cuando mis ojos ya se habían cerrado y mis latidos se habían vuelto tambores...
Me besó. No como si me poseyera, sino como si suplicara. Como si buscara, en ese contacto, un pedazo de la chica que fui antes de romperme.
Yo respondí.
Durante un segundo —solo uno—, mi pecho no dolió. Mis manos no temblaban. La rabia dormía.
Pero luego la realidad volvió, cruel, violenta. Y me aparté.
—No —susurré.
Me aparté como si me hubieran empujado desde dentro. Lo miré, y supe que le estaba rompiendo algo que él había guardado con cuidado.
—No puedes besarme —murmuré—. No después de dejarme sola en aquel infierno. No después de que me olvidaras cuando más te necesitaba.
—Nunca te olvidé —gruñó él, la voz rota—. ¡Bella, joder! Me estoy pudriendo por dentro desde el día que me fui. ¿Crees que no quise volver? ¿Que no me ahogué cada puto día sabiendo lo que te dejaba atrás?
—Pero lo hiciste. Y ya no confío en nadie, Dakota. Nadie. Solo en la rabia. Solo en ella.
Mis palabras lo golpearon más fuerte que mis puños. Lo vi. Vi cómo su cuerpo se aflojaba. Cómo su mirada perdía algo, aunque no se diera por vencido.
—Tu rabia no te va a abrazar cuando caigas —dijo con una voz que no le conocía. Una mezcla de ternura, desesperación y miedo—. No va a velar tus sueños ni curarte las heridas.
—Pero no me traiciona. No me abandona. Siempre está ahí, latiendo conmigo. Fiel. Fuerte. Mía.
Nos quedamos así. Dos soldados atrapados en una tregua sin futuro. El sol se escondía tras la ventana rota, manchando las paredes con tonos de sangre y ceniza.
**
Esa noche no dormimos. Cada uno ocupó una esquina del sofá. No nos tocamos. No hablamos más.
Pero cuando creí que él dormía, lo escuché susurrar:
—No te estoy perdiendo. No me rendiré contigo. Aunque me odies. Aunque te hundas. Me quedaré aquí hasta que vuelvas. Porque no voy a dejar que el mundo te robe también.
...Y entonces entendí.
La grieta seguía ahí. Minúscula. Pero real.
Y por esa grieta… todavía entraba algo de luz.
Pero también, si no tenía cuidado, podía colarse el humo.
Me quedé mirando el techo por horas, con el cuerpo en tensión, como si el sueño fuera una amenaza. Dakota dormía encogido sobre sí mismo, con una mano sobre el pecho, la respiración agitada, como si sus demonios también lo visitaran. Me pregunté si soñaba conmigo. Me pregunté si, en alguna parte de él, todavía quedaba un refugio que llevara mi nombre.
El problema era que yo ya no era refugio para nadie.
La rabia no se había ido. No del todo. Solo se había apartado unos pasos, observando desde un rincón oscuro de la habitación, esperando el momento justo para volver a arrastrarme. Y en el fondo, me aterraba admitirlo: me sentía más segura con ella que con cualquier otra cosa.
Porque la rabia no mentía. No prometía salvarme. No desaparecía en mitad de la noche.
No como los demás.
Incluso Dakota, con su voz herida y sus manos temblorosas, había fallado. Me había dejado sola en el momento más jodido de mi vida. Y aunque ahora volviera, aunque me mirara como si aún pudiera reconocerme… había algo roto entre los dos. Algo que ningún beso podía remendar.
Y sin embargo…
Sus palabras seguían ahí. Dando vueltas en mi cabeza.
“No eres una bestia. Eres Bella. La que bailaba descalza cuando llovía.”
¿Y si esa parte de mí aún respiraba en algún rincón? ¿Y si podía convivir con la furia sin dejarme devorar por ella?
No tenía respuestas.
Solo tenía esa grieta.
Ese lugar diminuto entre el odio y la ternura, entre el deseo de destruirlo todo… y el miedo a quedarme sola en las ruinas.
No dormí.
Solo escuché su respiración. Y sentí cómo mi pecho, por primera vez en mucho tiempo, dolía sin herida.
Un dolor limpio.
Casi humano.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.